30 abril, 2010

La última canción - Un cuento de Walter Lezcano

"Pero qué vas a saber vos de música, ni siquiera sabés lo que te están diciendo… si por ahí te cantan “el que escucha esto se la come doblada” y ni te das cuenta."


Fuente: http://editorialmanchadeaceite.blogspot.com/

La última canción


Por Walter Lezcano


-¡La puta que te parió!- me dijo mi mamá y fue a socorrer a mi viejo que estaba en el piso retorciéndose de un dolor seco y sordo. Creo que nunca voy a olvidar esa mirada que me largó desde el suelo: triste, decepcionada y, sobre todo, llena de bronca. Un rato antes, mi papá me estaba gritando como un desaforado. Yo también le estaba gritando a él. Rutina, nada nuevo. Ya era un deporte para nosotros, al que le poníamos el alma. Y así se nos iba la vida.
Nos estábamos trenzando en una discusión por una boludez: la música. Digo boludez ahora que pasó el tiempo. Ahora que crecí y puedo ver las cosas de otro modo, menos terminantes. En esa época, cuando era chico, era rígido como un milico. Era dueño de pensamientos comprados y tenía unos cuantos prejuicios en los bolsillos para repartir y desechar cualquier cosa que no vaya conmigo. Hablaba porque el aire era gratis en realidad. Cuando era joven sentía que le verdad tenía contrato de exclusividad conmigo. También creía que tenía mucha personalidad. Pero estaba equivocado.
La cuestión era que estaba escuchando en mi pieza a los Rolling Stones a todo lo que da. Jumping Jack flash, no sé si lo conocen. Él, que recién volvía del laburo, entró sin golpear, como hacía siempre, y me pidió, más bien me ordenó, que bajara el volumen. Yo sabía perfectamente que eso le molestaba, lo ponía loco. Sin embargo, se lo hacía porque que era algo que disfrutaba. Papá y yo teníamos varias cuentas pendientes y quería hacérselas pagar de alguna forma. ¿Quién no quiso matar a su viejo en algún momento? Tal vez nadie. Yo sí. Era un pensamiento que me acosaba con una profunda intensidad. Parricidio. O hacerlo mierda, no eran ideas abstractas. Eran imágenes mentales que quería trasladar al terreno de lo real. Pero sabía que ese trasbordo era imposible, nunca iba a poder llevarlo a cabo. Me daba fiaca, o, como dice una amigo, paja. Mucho laburo: pensar un plan, después deshacerse del cadáver, arrojarlo a un lugar seguro. Hay que tener en cuenta que el viejo pesaba 95 kilos y yo, apenas, 63: era una diferencia a tener en cuenta, había peligro de una hernia o algo así. Y estaba luego todo el bondi con la policía: explicaciones, ver a mi vieja destruida, etcétera. Era demasiado. Entonces, resignado, hacía pequeñas contribuciones al caos hogareño: le ponía pequeñas vayas para que al tipo le cueste llegar a su tranquilidad. Les cuento una: le calentaba la cerveza. Mi papá, una vez por semana, el domingo o el lunes, se compraba cinco birras para tener algo de placer espumoso a la vuelta del día laboral. Se tomaba una por noche para sentirse como un ser humano y sacarse de encima ese traje mugroso de empleado de matadero que detestaba. Él iba a las cinco, todas las tardes, a la cocina, abría la heladera y pretendía encontrar una botella de birra bien helada, pero siempre las encontraba tibias. Se enardecía, puteaba a Edesur, a Dios y a María santísima. Creía que era un problema de electricidad, de tensión, de la mala leche del destino. Se quedaba cargado de esa impotencia desgastante de no tener con quien quejarse o ir a romperle la jeta. Unas horas antes yo las había llevado al techo para que se nutran de sol, para que pierdan vida. Luego las dejaba humeantes en la heladera y esperaba. De mi pieza escuchaba sus gritos tristes y sonantes. Me reía de él, que no había hecho nada grave como para ser el blanco de mi odio injustificado. Trabajador, iletrado y sin una pisca de sensibilidad, papá nunca estuvo presente en casa. Sólo eso: faltó a todos los hechos importantes de mi corta vida y se ganó la rifa de mi desprecio insondable y agudo. Lamentablemente uno no elige a los padres, pero sí elige cómo tratarlo. Yo había elegido destruirle la sonrisa.

Es increíble lo que produce la ausencia. Uno necesita llenarla con algo sustancial. Algo que tenga un peso mucho mayor que aquello que falta. Se trata de hacerle contrapeso al dolor. Equilibrar la vida para que no te salte la térmica. Por eso, esa enorme sensación que todos persisten en llamar amor tiene esas cosas; puede dar paso a su contracara más desquiciada y obsesiva.
Me acuerdo como era todo cuando no estaba con la mochila llena de cascotes afilados, siempre listos para el patriarca de la casa. De niño, cuando llegaba del colegio al mediodía almorzaba rápido, luego me tiraba de panza en la alfombra del living y miraba durante horas la televisión para poder ver qué daban a la noche y luego contarle a papá para que pueda elegir lo que más le gustaba. Yo me había memorizado toda la programación de todos los canales de aire y me acercaba a él con una emoción ansiosa, impaciente, desbordante y lo veía tomando su cervecita, estaba tranquilo, relajado, mamá a su lado. Entonces presentía que era el momento esperado y lo tenía enfrente. Entonces me veía y decía con un visible hastío:
-No, ahora no… después. – Ese momento nunca llegaba. Después se convirtió en la palabra que designaba un futuro inalcanzable. Uno puede esperar durante años que lleguen situaciones imposibles por promesas irresponsables como esas.
Después, odio los después.
Ahora y siempre.

Yo no bajé la música. Lo desafiaba. Lo toreaba, sin embargo él nunca pasó de levantarme la voz. Esa seguridad me daba confianza para tirar la soga de su paciencia. Volvió. Empujó la puerta para que sonara contra la pared, se acercó al equipo y apretó el botón que decía power. Pero yo estaba en esa edad endiablada llamada adolescencia y no iba a aceptar que nadie me ponga límites. Otra vez Play y a girar el volumen al tope. Me tiré en la cama a esperarlo. No vino. Cansado de aturdirme y escuchar pura saturación bajé el sonido.
Fui a la cocina a tomar un poco de agua y estaba sentado, solo, mirando por la ventana. Se lo veía desgastado. Murmuró algo. No le hice caso. Lo dijo más fuerte mientras me iba:
-Esa música de maricones.-Dijo con toda la seriedad de lo insustancial. Yo no tenía el ánimo para ningún comentario y volví.
-¿Y vos? Esa porquería que escuchás es más aburrida que ir a la escuela, no sé ni cómo se llama.-Contesté con muy pocas luces.
-Tango, se llama tango, te lo dije mil veces. Pero qué vas a saber vos de música, ni siquiera sabés lo que te están diciendo… si por ahí te cantan “el que escucha esto se la come doblada” y ni te das cuenta.
-Qué decís, que decís, si ni siquiera sabes hablar bien castellano. Qué hablás.
-Te lo dije mil veces: no me faltes el respeto y no me levantes la vos.-Se paró. Era un poquito más bajo que yo. Nos sostuvimos la mirada. Era un duelo de western sin armas y absolutamente desigual. ¿Por qué estaba tan cargado de violencia si nunca nadie me había dado un mísero sopapo?
-¿Qué vas a hacer sino?- Le pregunté sabiendo que no me iba a decir nada. Mi papá toda la vida pregonó que la educación de un chico no tiene que estar contaminada de golpes. En realidad estaba desafiando a su propia memoria: su padre, un inmigrante brutal, solitario y abandonado por su mujer, lo surtía ante cualquier nimiedad como quien se descarga con el cuerpo equivocado.
Mi vieja hizo su aparición bajo el marco de la puerta. Ella no le daba mucha importancia a nuestras batallas. Y siempre le daba la razón a su marido. Yo tenía que obedecer sin cuestionar nada. Mi papá sabía, decía. Nunca me pudo convencer de eso. Para mi, razón tenía el boludo de Mick Jagger, así de ciego estaba. Le ponía muchas fichas a mis ídolos musicales. Sin saber que son los primeros a los que tenés que matar para que todo vaya bien más adelante.
-Te podés ir a tu pieza y dejalo tranquilo a papá.- Me ordenó.
Yo iba a hacer caso. Todavía le tenía un poco de respeto a mamá. Antes de irme me acerqué y le largué:
-Maricón.- Y me fui.
Él me agarro del brazo, me dio vuelta y lo vi levantar la mano por encima de su cabeza y pensé esto se va a poner bueno. Pero se agarró el brazo izquierdo que se endureció repentinamente y cayó. Parecía que se tragaba las palabras. Quería hablar. La vieja, que siguió toda la secuencia, me insultó y me mandó a llamar una ambulancia.
El viejo me miraba como nunca lo había hecho.
Me lo merecía.
Los pocos años que vivió luego de esa tarde, los hizo en una silla de ruedas. No podía hacer nada sin la ayuda de mi vieja, que nunca me perdonó. Papá estaba ahí, pero ausente. Como antes, como siempre. Y nunca más volvimos a pelear.


Publicado por Walter Lezcano, mano de obra y editor. Patricia Giménez y Silvia Giménez, diseño y estética en 21:48
Etiquetas: escritores de la casa, relatos, Walter Lezcano

24 abril, 2010

Usualmente... sólo flotan cuerpos a esta hora

Resumen porteño... del Flaco Spinetta, de Bajo Belgrano, álbum de 1983.
Un clima que no se puede contar, ya pasó La guerra de Malvinas, la democracia un día volverá, pero acá estamos, en Buenos Aires.
Nos sobre vuelan, nos flotan cosas y seres indecibles.
Lo militar, lo prohibido, los desmoronamientos. Se quiere creer, ¿se puede creer?
Enormes dudas y verdades terribles en este resumen junto al río que aún tiene una historia que contarnos...

IXX (2010)









Spinetta Jade
Resumen porteño

Intérprete: Spinetta Jade
Autor: Luis Alberto Spinetta


Ricky está listo
listo del bocho
y encima le tocó marina
(937)
Y para zafarse
sólo toma pastillas
y ya no toca un libro
y no quiere que le digan nada.
Y es que Ricky se va
sólo, sin hablar, pero se va
par de pilas nuevas para el walkman
y un boleto en micro hacia Río
y un casette de días, y días, y días...

Agueda baila
baila y se cae
y no adelgaza nunca.
Los psicoanalistas
la estan usando
y dicen que ya no hay caso ya
(¿sera por su mejilla verde?)
Y esto siempre se da,
nadie vibrará su desconsuelo
sólo está feliz en los conciertos
y siempre se la llevan detenida
como a un ángel.

Y en el infierno inflacionario
y entre los líderes del mundo
tu corazón se abrirá... tal vez

Cacho está muerto
muerto de risa
y ya no siente nada
él solo va con su caña
y su portátil
y arma con el alba
no se si habrá de enloquecerse
o es que así quedará
aunque se disuelva el horizonte
pero la verdad es que da impresión
ver los blancos peces en un nylon
cuando es tan temprano

Usualmente... sólo flotan cuerpos a esta hora.

***
Fuente de la letra: www.rock.com.ar

La casa. Un poema de Manuel J. Castilla.

Oí por primera vez este poema de la voz de Manuel J.Castilla en la introducción a la zamba "Este Manuel que yo canto" cantada por Jorge Marziali (más abajo está la letra). Por ahí, en la web, se consigue el album "como un gran viento que sopla" de 1984.
Más allá de la calidez de Jorge que será motivo de otros comentarios, me llegó y me llega de una manera especial este poema en el que alguien se imagina eternamente en su casa, merodeándola, visitando esos rincones y lugares que ayudó a gestar. Que no puede concebir otra mirada que la suya propia contemplando la vida desde el único punto de observación posible que es la casa. Atravesando suavemente sus umbrales que siempre serán promesas...


Le dedico este pequeño espacio a quienes saben de qué estoy hablando...

IXX - 2010


 


Fuente: http://www.socavon.net/Poetas-y-Escritores/castilla.htm



    LA CASA


        Ese que va por esa casa muerta
        y que en la noche por la galería
        recuerda aquella tarde en que llovía
        mientras empuja la pesada puerta,
        
        ese que ve por la ventana abierta
        llegar en gris como hace mucho el día
        y que no ve que su melancolía
        hace la casa mucho más desierta,
        
        ese que amanecido, con el vino,
        se arrima alucinado al mandarino
        y con su corazón lo va tanteando,
        ese ya no es, aunque parezca cierto,
        es un Manuel Castilla que se ha muerto
        y en esa casa está resucitando.

Manuel J. Castilla. Por Jorge Marziali.

Fuente: http://folkloredelnorte.com.ar/cancionero/def/eli-fu/estemanuelqueyocanto.html


ESTE MANUEL QUE YO CANTO
Zamba
Música y Letra de
Jorge Marziali
Editorial Lagos


I


A este Manuel que yo canto
no lo halla el frío,
anda cruzando el invierno
con un ponchito de vino.
Este Manuel que yo canto
no alcanza olvido.


Cómo lo acercan las coplas
que acerca el viento,
el duende las va cantando
con los duendes guitarreros
y lo reclaman los changos
titiriteros.




Viene un tren tronador
humeando como el recuerdo
y los muñecos del “Guayra”
lo llenan de pasajeros.
Despierte al vino Manuel
que no lo pillen durmiendo.




II


Este Manuel que yo digo
se ha demorado,
se fue por la mañanita
Chaco adentro, alucinado,
a ver florcitas de ancoche,
nácar en llanto.




No hay copla que no lo traiga
como a semilla
enamorada del aire
cuando la tarde lo agita.
No hay copla que no te traiga,
Manuel Castilla.




Viene un tren tronador
humeando como el recuerdo
y los muñecos del “Guayra”
lo llenan de pasajeros.
Despierte al vino Manuel
que no lo pillen durmiendo.

Manuel J. Castilla. Poeta.

Fuente: http://www.geomundos.com/cultura/poemancipado/algunos-poemas-de-manuel-castilla_doc_15605.html


Manuel J. Castilla nació en la casa ferroviaria de la Estación de Cerrillos (Salta), el día 14 de agosto de 1918. Realizó estudios primarios en la Escuela Zorrilla para luego estudiar el secundario en el Colegio Nacional de su provincia natal.

Se dedicó al periodismo y las letras. Es uno de los escritores fundadores del grupo "La Carpa". Además de sus colaboraciones en diarios y revistas nacionales, publicó los siguientes poemarios:

Agua de lluvia (1941), Luna Muerta (1944), La niebla y el árbol (1946), Copajira (1949,1964, 1974), La tierra de uno (1951, 1964), Norte adentro (1954), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Amantes bajo la lluvia (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), Tres veranos (1970), El verde vuelve (1970) y Cantos del gozante (1972), Triste de la lluvia (1977), Cuatro Carnavales (1979). También publicó un texto en prosa: De solo estar (dos ediciones en 1957) y el libro Coplas de Salta (1972, con prólogo y recopilación de Castilla).

En 1957 obtuvo el Premio Regional de Poesía del Norte (trienio 1954-56, Dirección General de Cultura de la Nación), por su libro Norte adentro fue galardonado con el Premio "Juan Carlos Dávalos" para obras de imaginación en la producción literaria (trienio 1958-60, Gobierno de Salta) por el poemario El cielo lejos, y con el Premio del Fondo Nacional de las Artes (Mendoza, Trienio 1962-64) por su libro Bajo las lentas nubes. En 1967 recibió el Tercer Premio Nacional de Poesía por su obra Posesión entre pájaros. Entre otras de sus más importantes distinciones se incluyen el Gran Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1973), el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación (trienio 1970-72) y el Primer Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Educación y Cultura de la Nación (trienio 1973-75). Falleció en Salta, el 19 de julio 1980 por razones de diabetes.

En la escritura de Manuel J. Castilla convergen narración, poesía y mito. En el libro De sólo estar, la estructura prosaica y la intensidad lírica condensan la presencia de los mitos del tiempo y del carnaval. La línea de conciencia social trazada por Castilla en su producción lírica y narrativa es fundante en la literatura del NOA y posteriormente otros escritores retomarán esa problemática, como Héctor Tizón, Daniel Moyano, Francisco Zamora o Carlos Hugo Aparicio.