27 enero, 2021

Deportistas, machos y argentinos Por Juan Branz

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Deportistas, machos y argentinos
Por Juan Branz
El deporte en general, y el rugby en particular, es un espacio moldeado por y para hombres. Ser hombre es ser fuerte, vigoroso, proveedor, corajudo, viril, y el jugador de rugby conjuga todas esas características. Ellas instauran jerarquías y ordenan a una parte de la sociedad. Allí radica la eficacia de su carácter exclusivo y de privilegio. Someterse a esa jerarquización y lograr sostener el escalafón conseguido es la prueba a pasar.

 
Doctor en Comunicación (UNLP). Becario Posdoctoral CONICET/IDAES. Docente FPyCS/UNLP

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Durante siete años observé e intenté comprender qué es ser macho entre un grupo de hombres que juegan al rugby en la Argentina. El deporte, como la política, o como el ejército, son espacios moldeados históricamente por y para hombres. Las lógicas que organizan esos lugares (y la mayoría de las instituciones en las que participamos cotidianamente) tienen una fuerte y estricta relación con la modelación de nuestros cuerpos: en el cuerpo podemos analizar las marcas que las prácticas y los discursos –que se nos presentan “naturales”, como si fuesen biología pura–, dividen el mundo entre lo masculino y lo femenino. En el cuerpo se proyectan deseos que se vinculan con el consumo de productos (ligados, por ejemplo, a la idea de una estética dominante: ser “bello”, “blanco”, “delgado”), o de mandatos sociales y culturales que, desde dichas instituciones, se nos presentan como “necesarias” para ser parte de un grupo al que queremos pertenecer.

Ser hombre, y hombre “de verdad”, implica responder a esas disposiciones que, inevitablemente, tendremos que aprender y aprehender, desde niños hasta que la muerte diga basta. Cuando hablamos de ser macho de verdad, nos referimos a lo que, en tendencia, nuestras sociedades (patriarcales, profundamente machistas, sexistas y homofóbicas) interpretan, adhieren, garantizan y legitiman: ser hombre es ser fuerte, vigoroso, proveedor, corajudo, viril. Esos son los atributos que incluyen históricamente a un hombre dentro del colectivo hombres. El cuerpo debe exhibir esas características y, además, el cuerpo debe ser hablado, debe ser visto y reconocido por hombres y mujeres como un cuerpo dominante. Pues entonces, para ser hombre, hemos aprendido del esfuerzo y el sacrificio de modelar nuestro cuerpo y, también, “saber ver” y “saber hablar” sobre nuestro cuerpo masculino. Esto es un acto de comunicación. Porque la comunicación le da sentido a nuestra cultura, y nuestra cultura les da forma a nuestras formas de hacer. Es un intercambio de posturas, gestos, palabras, que establece una representación moralmente aceptada entre propios y ajenos a esa masculinidad aceptada.

La experiencia entre cuerpo y deporte es –casi– ineludible para quienes nos interesa entender problemas como la violencia (en todas sus formas), la discriminación, la nación, el género. ¿Qué espacio tan propicio tenemos al alcance de nuestros ojos para entender la relación entre cuerpo y masculinidad? Si ya dijimos que el deporte es uno de los espacios estricta e históricamente pensado y practicado por hombres, el rugby nos habilita a pensar en esa relación, aunque con un agregado: en la Argentina, hace más de cien años, el rugby es practicado por hombres que, en su mayoría, detentan poder; poder real, concreto, de decisión, tanto en la órbita estatal como en la privada. Esos hombres que se han encargado de que el rugby sea un deporte exclusivamente masculino y masculinizante. Hombres que pertenecen a círculos de privilegios (económicos, sociales, culturales): “hombres importantes”. No es un espacio de participación democrática. Hay barreras económicas, pero también culturales. El rugby no es para “negros” en la Argentina. Es para “caballeros”, de estirpe inglesa o francesa (como las tradiciones del rugby lo determinan). Además de ser vigorosos, viriles y heterosexuales, a la hora de jugar hay dos cuestiones que deben complementarse como pares necesarios: la racionalidad de un gentleman y la animalidad de un “toro” (las metáforas suelen provenir del mundo animal para explicitar un salvajismo controlado). El rugby es un deporte profundamente mediado por la agresividad en sus técnicas de juego, pero estrictamente codificado bajo normas de “caballerosidad” y “respeto” hacia los rivales y hacia los árbitros. Si pensamos en el par civilización/barbarie, desde el sentido común y desde nuestra historia político institucional, enseguida abonaríamos a una idea de nación civilizada: blanca, urbana, refinada, masculina, sin ningún vestigio de “lo otro”; entendiendo “lo otro” como la negritud, lo rural, lo vulgar. El espacio del rugby y sus integrantes han enlazado lo animal y lo racional, arrogando una posición de clase, de estatus social, de distinción, de acuerdo con criterios que también quienes no cumplen con los requisitos para ser un verdadero hombre aceptan y naturalizan una idea de una masculinidad dominante. Vaya mérito que supieron conseguir: el rugby es un lugar donde se aprende a ser hombre de verdad. ¿Quién discutiría esa autenticidad de un hombre distinguido, con un cuerpo vigoroso, si desde el Estado –históricamente– se ha reforzado una imagen positiva sobre las formas de ver y ser visto como hombre? Asistimos a un problema: quienes no respondan a los modos de exhibir un cuerpo que tenga las marcas de una masculinidad aceptada socialmente, no podrán incluirse en el colectivo hombres verdaderos. Esto es concebido como un premio que se logra con esfuerzo en diferentes esferas y se conquista ante la aprobación cultural de nuestras sociedades mediante prácticas, pruebas y diversas modalidades de llegar a poseer una “verdadera virilidad” y un modo civilizado de actuar (respetable, distinguido, elegante). Hay un discurso que se encarna en el cuerpo, que se aprende, que se logra y se alcanza. Que llega a ser auténtico cuando los otros lo reconocen. Cuando se “sabe estar” entre hombres se llega a una hombría legítima, “normal”.

Por fuera quedan otras masculinidades, emparentadas a la sensibilidad, al reto de conseguir el estatuto masculino esquivando a la virilidad y la fuerza como únicos atributos que determinan el reconocimiento de hombría. Pero el rugby no lo permite: es un círculo de sociabilidad que solo habilita a aquella hombría de verdad; que se sintetiza en el cuerpo, en el lenguaje y en la moral. Hay una constante disputa, al pensar sobre las etiquetas colocadas a los hombres (tanto por los mismos hombres y por las mujeres que reproducen ese orden cuasi normativo), al deshonrar a un hombre por su capacidad sexual y su verdadera hombría. Lo que se esquiva es el desprestigio. La etiqueta del desprestigiado en este caso se le asigna por falta de astucia y recursos. Hay ciertos bordes donde se puede estar cerca de la deshonra masculina. Pero hay estrategias constantes de fijación de esa identidad que, como dijimos más arriba, tienen que ver con la palabra que se hace cuerpo.

He compartido múltiples secuencias donde fui parte de un “saber ver”, un “saber escuchar” y un “saber ser” de un verdadero macho. Escenas donde todos estábamos y debíamos sostener la hombría, por ejemplo, en rondas de anécdotas sexuales diversas. En algunos casos, si alguien narraba una historia donde había participado de una relación sexual con dos mujeres, se redoblaba la apuesta: otro sumaba a dos mujeres y “un putito”, sin perder crédito de su masculinidad, o sin echar a perder (sobre la mirada de los otros) su hombría. Tanto es así que uno de los interlocutores clave de mi investigación triplicó la apuesta y expuso el cuento de sus compañeros con una travesti. Se cumplía el precepto de que las mujeres y los hombres gay son el “otro” con los cuales los hombres heterosexuales proyectan sus identidades, los subalternizan. Y al suprimirlos, pregonan su virilidad. Allí radica la eficacia de la virilidad: en certificarla. En que el otro la acredite. Si la virilidad es el certificado que habilita a una masculinidad dominante dentro del rugby, la dimensión de la sensibilidad es la que impugna el pergamino de la verdadera masculinidad. Es suprimida por una dinámica de relaciones de hombría que clausuran, por ejemplo, el efecto del llanto, la angustia, la añoranza por una mujer, o las muestras de dolor corporal. La domesticación de la sensibilidad es el contralor y el sustento de la auténtica hombría.

Aquí también se produce y reproduce el sentido del honor –y por lo tanto el deshonor–, que tendrá que ver con la puesta del cuerpo, con dirimir en cancha –y través de la fuerza física– aquel coraje físico, pero manteniendo la legitimidad histórica y por sobre todo la legalidad institucional. Así se va estructurando lo que representa el honor y el deshonor. Que a su vez está revestido de gran importancia, porque será la marca distintiva que permitirá, o no, pertenecer al espacio del rugby, cuyo acceso estará regulado en relación a la acumulación de capital social, económico y cultural, como ya hemos explicado. Pero a veces el límite de lo justo o lo injusto (líneas divisorias que guardan relación con lo construido como honorable) recorre márgenes borrosos. Se delimita así otro borde. Lo que sucede dentro de la cancha, y fuera de ella. Los jugadores logran separar tiempos y espacios. Acceden a concebir dos espacios que, en apariencia, consideran diferentes: antes y después del partido. Luego de la disputa también se hacen cuerpo el honor y la caballerosidad, que se traducirán en el “olvido” de toda acción agresiva (propia o ajena), y donde la noción de tiempo se transforma. Queda evidenciado, ante la relajación de los cuerpos, que ya no se buscará justicia, que el tiempo para eso, pasó. Solo se mantienen reglas de camaradería y cortesía, históricamente argumentadas. La deshonra de volver el tiempo atrás, intentando salvar el honor (afectado en alguna acción del juego), podría desembocar en la expulsión del espacio de pertenencia.

Los agentes estructuran así las formas de pertenecer a un espacio distintivo, como es la práctica del rugby en la Argentina. Y además, son cuidadosos en respetar y mantener los códigos de honor, que les permiten, ni más ni menos, identificarse con formas de legítimas de ser hombre. Garantía necesaria –y suficiente– para reforzar sus identidades.

El honor es algo que se posee, se alcanza. Pero también se puede perder. Pero si se pierde, se puede recuperar. La caballerosidad recubre una forma honorable de actuar en el rugby. Una imagen que expone otro interlocutor es la de “el rugby es un deporte de animales jugado por caballeros”. Es la bravura y el impulso agresivo, complementado con la templanza; con la verdadera característica de un heredero de aquel legado y aquellas tradiciones que marcaron a los “de afuera” y a “los de adentro” del rugby. Ser un caballero es domesticar esos impulsos, esa agresión inherente a la dinámica del juego. Ser caballero implica un sistema moral de “buenos” y “malos” hombres. Los que responden a ideales que se reproducen éticamente en el rugby son los “buenos”. El resto es deshonrado. Y eso se aprende, se reproduce, se interioriza, con los mensajes que los más experimentados les dan a los niños y jóvenes: en la manera de entrenarse, de manejarse fuera de la cancha, de “enseñar con el ejemplo” (sobre todo, y como dijimos, con una jerarquía etaria). Porque el honor se consigue de arriba hacia abajo. Y demanda un esfuerzo, dentro y fuera de la cancha. Afuera de la cancha “hay que comportarse como caballero. Tenés que ser un señor”, dicen los jugadores de rugby. Un “señor” es reproducir el imaginario emparentado con “lo inglés”: hombres mesurados, educados y elegantes.

Recorrimos los sentidos asignados a la cultura inglesa y francesa vinculada al deporte y a las clases sociales en la Argentina, lo cual parece encarnarse en los cuerpos. La cultura del gentleman y del fair play, emparentada con lo denominado como “lo inglés”, se reprodujo desde los boletines históricos fundacionales de los clubes de rugby hasta los actuales. Se incorpora esa noción de honor desprendida de ese sistema cultural y moral mediante, por ejemplo, los “banderines de honor” entregados a fin de cada año a los niños y los adultos jugadores. Un jugador cuenta “lo que es el verdadero honor cuando se entregan los banderines”. Es mediante una ceremonia donde se certifica y cualifican esos atributos a los jugadores que mejor los portaron, los poseyeron, los cuidaron, no los perdieron, tras un argumento meritocrático.

La categoría “honor” atraviesa fuertemente el espacio del rugby en la Argentina. Y no es casual. Si entendemos, como hipótesis, que el rugby era –y es– una de las instituciones que repone los valores morales, éticos, políticos, culturales y sociales de la modernidad, y del proyecto denominado civilizatorio, la exaltación del honor, justamente, es un componente esencial para la Argentina como nación. Sobre todo, para la cultura burguesa.

El honor, en el rugby, se emparenta con la reputación. Con una forma de ver y ser visto, de considerar y ser considerado, de evaluar y ser evaluado, de respetar y ser respetado entre la necesidad de los sectores dominantes (en su espacio de sociabilidad y hacia el exterior del mismo) de instaurar jerarquías en el plano, también, de lo simbólico.

Como insiste Sandra Gayol, el honor proveyó un lenguaje. Es la retórica del honor y la caballerosidad que la contiene en el rugby, como cimientos de la respetabilidad social lograda por sus participantes y, a su vez, como mecanismo de diferenciación. Para Gayol ser un gentleman no era un atributo obtenido de la posición social que se ocupase. Era una condición lograda con esfuerzo y esmero desplegando una batería de gestos, prácticas y palabras, aprendidos y expresados con “naturalidad”. Lo que se lograba era la distinción. Esa marca que separa y que une a un colectivo respetable y honorable: de verdaderos caballeros. Esta marca que es, al mismo tiempo, el destierro de todo lo que tenga que ver con la irracionalidad y la bravura, atribuida a otros grupos sociales, otra vez, como operación de identificación.

En el caso del rugby, el honor específico intragrupal, y el beneficio que trae aparejado resistir, someterse al dolor corporal, tanto en los entrenamientos como en competencia, es el vinculado –históricamente– a garantizar un espacio estructurado en base al modelo de masculinidad moderno. Quizá sea el reconocimiento de mayor valía: garantizar, institucionalmente, los modos de ser macho. Emparentado, claro, con la dimensión social de clase. Sostener la autopercepción relacionada con el prestigio social atribuido demanda el sacrificio de exponer el cuerpo al dolor. Y excluye, por contrapartida, a quienes no se sometan a la práctica, ni puedan (por “naturaleza biológica”) solventar materialmente la lógica amateurista del rugby.

Aquí hay una concordancia entre el modelo europeizante instaurado en 1880, y en los modos que derivaron en la regulación de un Estado que optó por el plan civilizatorio, en tanto las conductas de sus ciudadanos, y la estructuración moral vinculada a la institución rugby: desterrar los gestos de bravura, de barbarie. Ni más ni menos que responder al imaginado orden y respectivo código de conducta pública instaurado por el proyecto de la Argentina moderna. El rugby educa hombres, les enseña a responder ante agresiones, dicen los interlocutores. Modera y media en la interposición de agresividad y racionalidad. El rugby prepara verdaderos caballeros: viriles, fuertes, corajudos y pensantes. El rugby produce verdaderos ciudadanos. Pero el dilema para pensar una supuesta reproducción de las desigualdades es que el movimiento civilizatorio de las costumbres, las prácticas y el lenguaje, más allá de la emergencia de los Estados-nación, implicó la privatización de todas las funciones corporales. Es decir, todo lo que no haya estado al alcance del Estado y sus instituciones reguladoras podrá significar un modo de concentrar, conservar y reproducir un orden desigual de las prácticas sociales y culturales, al constituirse en espacios privados y círculos de producción de privilegios.

El rugby mantiene la obsesión por instaurar jerarquías: económicas, culturales, etarias, étnicas y de género. Allí radica la eficacia de su carácter exclusivo y de privilegio. Someterse a esa jerarquización y lograr sostener el escalafón conseguido es la prueba a pasar. Ese lugar se mantiene con esfuerzo, con dedicación, y con la performatividad tanto práctica como retórica. Palabras, gestos, actitudes normativas dentro del campo de una masculinidad hegemónica, deben asimilarse y reproducirse en el espacio que hemos estudiado, más allá de que intentamos mostrar que las identidades y las valías que las recubren son situacionales. Y que los hombres que juegan al rugby pueden, a la vez, estar atravesados por un tipo de masculinidad subalterna para los criterios de evaluación del campo. Y también pensamos que el origen social y las trayectorias (transformadas en propiedades legítimas para estar y permanecer en una red de relaciones de privilegio) pueden admitir excepciones, valorizando propiedades secundarias.

Esto nos otorga la posibilidad de pensar en las múltiples formas que se construyen y se nos presentan (ya desde el punto de vista analítico) las identidades y las dinámicas de funcionamiento institucionales. Que no son estancas, que varían, según condicionantes propios, coyunturas, o constricciones externas.

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