Prisionero de los abismos de coral - J. G. Ballard
"Contra los húmedos acantilados, esa túnica azul fosforecía con vibraciones casi espectrales, sólo comparables al brillante nácar del caracol que yo tenía en las manos..."
Encontré el caracol al bajar la marea; estaba en el fondo de una concavidad pétrea, cerca de la cueva y la inmensa madreperla brillaba a través del agua clara como una joya de Fabergé. Durante la tormenta me había refugiado en la boca de la cueva, mirando las olas grises que se lanzaban hacia mi como saurios exhaustos, y allí estaba el caracol, a mis pies. casi como un símbolo del llanto oceánico. La tormenta retumbaba todavía a lo lejos, por encima de los acantilados, y yo no estaba muy convencido de dejar la cueva. Había caminado toda la mañana por ese desierto trecho de la costa de Dorset. Había entrado en una serie de bahías cerradas de las que no salía ningún sendero que permitiese subir a los acantilados. La violencia oceánica provocaba continuos desmoronamientos de rocas, que conmovían los farallones de piedra caliza, y las playas estaban cubiertas de inmensas piedras carcomidas. Era casi seguro que habría nuevos derrumbes después de la tormenta. Salí con cautela del refugio, y miré hacia los altos acantilados. Ni siquiera las gaviotas que giraban allá arriba gritando parecían muy interesadas en esas inseguras cornisas. A mis pies estaba el caracol, magnificado tal vez por la lente del agua. Tenia por lo menos treinta centímetros de diámetro, y la caparazón acanalada terminaba en cinco enormes puntas. Un gasterópodo fósil que había tomado sol en los cálidos mares del periodo Cámbrico hacía quinientos millones de años, y que probablemente habla sido arrancado por las olas de uno de los cantos rodados. Impresionado por su tamaño, decidí llevarlo a casa para regalárselo a mi mujer como recuerdo de las vacaciones: necesitado de un radical cambio de ambiente luego de un periodo de trabajo sin precedentes en el colegio, me habían mandado una semana a la costa. Con sorpresa, descubrí que era observado por una solitaria figura, de pie en el borde de piedra caliza, a veinte metros de distancia: una mujer alta, de pelo negro y túnica azul marino que le llegaba a los pies. Estaba inmóvil entre las rocas. como una visión prerrafaelista de la Madona de algún primitivo pueblo de pescadores, y me miraba con ojos contemplativos velados por las nubes de espuma. El pelo negro, partido al medio desde el centro de una frente chata, le caía como un chal hasta los hombros y le rodeaba el rostro sereno pero algo melancólico. La miré en silencio. y luego hice un ademán tentativo con el caracol. Los abruptos acantilados y la inmensidad del cielo y del océano parecían envolvernos y aislarnos en una sensación de absoluta lejanía. corno si la playa rocosa y nuestro encuentro casual hubiesen sido trasladados a las sombrías costas de Tierra del Fuego, en los confines del mundo. Contra los húmedos acantilados, esa túnica azul fosforecía con vibraciones casi espectrales, sólo comparables al brillante nácar del caracol que yo tenía en las manos. Supuse que la mujer viviría en alguna casa solitaria en la cima de los acantilados —la tormenta habla terminado hacía sólo diez minutos, y no se veía ningún otro refugio— y que entre las fisuras de la piedra caliza correría algún oculto sendero. Subí a la piedra donde estaba la mujer y eché a andar hacia ella. Había tomado esas vacaciones con el fin especifico de huir de las demás personas. pero luego de la tormenta y de ese paseo por la costa abandonada sentía una cierta alegría de poder hablar con alguien. Aunque mi sonrisa no obtuvo ninguna respuesta, parecía que los ojos oscuros de la mujer me observaran sin hostilidad, como si estuviera esperando a que yo me acercase. A nuestros pies siseaba el mar, y las olas se retorcían como serpientes entre las rocas. —La tormenta fue de veras sorpresiva —comenté—. Conseguí refugiarme en la cueva —señalé el acantilado que concluía a setenta metros de altura, sobre nuestras cabezas.—Supongo que tendrá una magnífica vista al mar. ¿Vive allá arriba? La piel de la mujer era de nácares antiguos. —Vivo junto al mar —dijo. Había un timbre curiosamente profundo en esa voz, que parecía venir del fondo del agua. Era Por lo menos quince centímetros más alta que yo, que no soy de ningún modo un hombre de corta estatura—. Tiene un caracol muy bonito —observó.
Lo sopesé en una mano. —Imponente, ¿verdad? Es un fósil quizá mucho más viejo que esta piedra caliza. Tal vez se lo regale a mi mujer, aunque merecería estar en el Museo —¿Por qué no lo deja en la playa. que es su sitio natural? —dijo—. El océano es su hogar. —Pero no este océano —repliqué—. Los océanos cámbricos donde nadó este caracol desaparecieron hace millones de años. —Le despegué unos hilos de algas adheridas a una de las puntas y los arrojé al aire.— No se por qué, pero me fascinan los fósiles: son cápsulas de tiempo; si pudiésemos desenroscar esta espiral. probablemente nos mostraría imágenes de todos los países que ha visto: los grandes océanos del Carbonífero, los cálidos mares del Tria... —¿Le gustaría volver a esas eras? —En la voz de la mujer habla un dejo de curiosidad, como si mis comentarios la hubiesen intrigado.— ¿Las preferiría a esta época? —No creo. Supongo que no es más que la nostalgia de la propia memoria. Quizá comprenda a qué me refiero: el mar es como la memoria. Todo lo que hay en él, por muy perdido u olvidado que esté, existe para siempre... —Los labios de la mujer se movieron esbozando una aparente sonrisa.— ¿O le resulta extraña la idea? —No, de ninguna manera. Me miraba pensativa. Aquella túnica estaba tejida con brillantes hebras de plata azulada, que recordaban las duras y brillantes escamas de un pez oceánico. Volvió los ojos hacia el mar. Había empezado a subir la marea. y la concavidad donde encontrara el caracol estaba casi cubierta de agua. Las primeras olas golpeaban la boca de la cueva, y pronto rodearían el sitio donde estábamos. Miré por encima del hombro, hacia el acantilado, buscando vestigios del sendero. —Vuelve a ponerse turbulento —dije—. El Atlántico tiene bastante mal carácter, y además es impredecible... como corresponde a un mar antiguo. En otro tiempo fue parte de un gran océano llamado... —Poseidón. Me volví para mirarla. —¿Lo sabia? —Naturalmente —Me examinó con tolerancia.— Usted es maestro. ¿Y eso es lo que les enseña a los alumnos? ¿Que recuerden el mar y vuelvan al pasado? Me reí de mi mismo, divertido por la certera observación de la mujer. —Lo siento. Uno de los peligros de nuestra profesión es que nunca podemos resistir la tentación de divulgar conocimientos. —¿La memoria y el mar? —Meneó la cabeza.— Eso es magia, no conocimientos. Hábleme del caracol. El agua subía hacia nosotros entre las rocas. A mi izquierda, un gigantesco arrecife de pilares caídos llevaba a la seguridad de la parte alta de la playa No sabia muy bien si irme o no. el ascenso por la cara del acantilado. aunque el sendero fuese bien definido, significaría por lo menos media hora, sobre todo si tenia que ayudar a mi compañera. Al parecer indiferente al océano, ella miraba las olas que se retorcían a nuestros pies corno repeles en un nido. La sensación, alrededor, era que los grandes acantilados se iban hundiendo en el agua. —Quizá lo más acertado sea que deje hablar al caracol por si mismo —le respondí- Mi mujer era menos tolerante con esa tendencia mía a aburrir a los demás. Llevé el caracol a la oreja y escuché la susurrante trompa.
La hélice reflejaba el siseo de las olas, y los contornos del caracol magnificaban de algún modo los sonidos que reverberaban con ese murmullo más secreto de las aguas profundas. A mi alrededor el agua rompía y saltaba entre las rocas con rítmicos rugidos y suspiros pero del caracol brotaba una extraordinaria confusión de sonidos y tuve la sensación de que yo no sólo escuchaba las olas de la orilla, allí abajo sino un inmenso océano que lamía todas las playas del mundo. Oía el bramido y el silbido de las olas gigantescas, el canto de la grava arrastrada por corrientes submarinas, tormentas y vientos huracanados que hacían girar y hervir las aguas. Luego, de pronto, hubo un aparente cambio de escena, y oí la serena cadencia de un mar diferente, una delgada laguna cubierta de vapores a través de cuya superficie asomaban inmensos helechos, donde unos leviatanes sumergidos a medias, como bancos de arena haraganeaban bajo un sol benigno...
Mi compañera me miraba alzando la cara para recibir la espuma que saltaba de las rocas —¿Oyó el mar? Apreté el caracol contra la oreja. Volví a oír los sonidos de antiguos mares; esta vez era una inmensa tormenta, una titánica lucha contra los istmos de un continente que se hundía. Oí cómo crecían los saurios gigantescos, los gritos de pájaros reptiles que caían en picada sobre las presas desde altos acantilados, moviendo desmañadamente las alas. Asombrado, apreté la caparazón entre las manos, y tuve la sensación de que las duras puntas calcáreas eran las llaves que podrían liberar el secreto guardado en el caracol. La mujer continuaba mirándome. Por algún extraño capricho de aquella luz crepuscular su estatura parecía haber aumentado, y ahora mi cabeza apenas le llegaba a los hombros. —No... oigo nada —dije, perplejo. —¡Escuche! —me pidió—. Ese caracol ha oído los mares de todos los tiempos, cada ola ha dejado en él un eco. La primera lengua de espuma me corrió sobre los pies. mojándome las secas tiras de las sandalias. Un arrecife de Piedras, cada vez más estrecho, llevaba todavía a la playa. La cueva habla desaparecido, y vomitaba bocanadas de burbujas durante los breves retrocesos de las olas. Señalé el acantilado. —¿Hay algún sendero? ¿Algún camino que lleve al mar? —¿Al mar? ¡Por supuesto! —El viento le alzó la cola de la túnica, y le vi los pies descalzos, los dedos envueltos en algas.—¡Ahora escuche el caracol! El mar está despertando para usted. Alcé el caracol con las dos manos. Esta vez cerré los ojos, y mientras los sonidos de antiguos vientos y océanos reverberaban en mis oídos vi una imagen repentina de la solitaria bahía millones de años atrás. Al cielo subían altos farallones de esquisto, y por las bastas playas se movían reptiles inmensos que aullaban a los grotescos peces acorazados que los embestían desde el agua. El horizonte era un anillo de conos volcánicos que teñían el cielo desde bocas rojizas.
—¿Qué oye'? —Me preguntó mi compañera, insistente—. ¿El mar y el viento? —No oigo nada —dije, con voz ronca—. Sólo un susurro. El sonido brotaba de la boca del caracol; los ásperos rugidos de los saurios competían con el mar. Entonces, por encima de esa babel, oí otro sonido, un delgado grito que parecía venir de la cueva donde yo me había refugiado. Busqué la imagen en la mente y vi la boca de la cueva en el acantilado pr encima de las cabezas de los atareados reptiles. —¡Espere! Aparté con un ademán a la mujer, sin prestar atención a las olas que me corrían entre los pies. Cuando se retiró el mar apreté contra la oreja la caparazón y volví a oír el débil grito humano, la agobiada —¿Oye ahora el mar? La mujer tendió la mano para sacarme el caracol. Lo sostuve con firmeza y grité sobre las olas: —¡Pero no es este mar! ¡Dios mío, oí los gritos de un hombre! Vaciló un instante, sin saber cómo tomar esas inesperadas palabras. —¿Un hombre? ¿Quién? ¡Dígame! ¡Déme el caracol! ¡No era más que un marinero ahogado!
Le volví a arrebatar el caracol. Todavía se escuchaba la voz, apagada de vez en cuando por los rugidos de los reptiles. Sí, un marinero, pero un marinero del distante futuro, abandonado hacía millones de años en esa cueva a la orilla de un océano triásico, protegido por esa extraña náyade de los abismos que también ahora me guiaba a mí hacia las olas. La mujer había caminado hasta el borde de la roca, y las hebras del pelo, desordenadas por el viento le brillaban contra la cara. Con una mano me pidió que me acercase. Por última vez llevé el caracol al oído, y por última vez oi aquel débil y quejumbroso grito, perdido en el torbellino. Cerré los ojos, y dejé que la imagen de la antigua playa me inundase la mente, y por un fugaz instante vi un rostro pequeño y pálido que miraba desde la boca de la cueva. ¿Habría ese hombre —quienquiera que fuese—perdido toda esperanza de volver a su propio tiempo, y buscado entonces un hermoso caracol que arrojó al mar con la esperanza de que alguien oyese su voz y regresase a salvarlo? —¡Vamos! ¡Es hora de marcharnos!
Aunque estaba a cuatro metros de distancia, las manos tendidas casi parecían tocarme. El agua le corría alrededor de la túnica, y dibujaba con ella extrañas figuras liquidas. Me miraba con la cara de algún monstruoso pez. —¡No! Con furia repentina me aparté de ella, di media vuelta y arrojé lejos el caracol a las aguas profundas fuera del alcance de la mujer. Cuando desapareció entre las fuertes olas oí los roces de unas pesadas túnicas casi como un batir de alas membranosas. La mujer había desaparecido. Salté con rapidez a la primera piedra del arrecife, me deslicé al delgado borde del agua, entre dos olas y luego trepé hasta un sitio seguro. No miré hacia atrás hasta que llegué a la protección de los acantilados. Desde el borde de roca donde había estado la mujer un enorme lagarto me miraba con ojos inexpresivos.
JCBallard 1965 Prisoner of the Coral Deep Traducción de Marcial Souto
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Encontré el caracol al bajar la marea; estaba en el fondo de una concavidad pétrea, cerca de la cueva y la inmensa madreperla brillaba a través del agua clara como una joya de Fabergé. Durante la tormenta me había refugiado en la boca de la cueva, mirando las olas grises que se lanzaban hacia mi como saurios exhaustos, y allí estaba el caracol, a mis pies. casi como un símbolo del llanto oceánico. La tormenta retumbaba todavía a lo lejos, por encima de los acantilados, y yo no estaba muy convencido de dejar la cueva. Había caminado toda la mañana por ese desierto trecho de la costa de Dorset. Había entrado en una serie de bahías cerradas de las que no salía ningún sendero que permitiese subir a los acantilados. La violencia oceánica provocaba continuos desmoronamientos de rocas, que conmovían los farallones de piedra caliza, y las playas estaban cubiertas de inmensas piedras carcomidas. Era casi seguro que habría nuevos derrumbes después de la tormenta. Salí con cautela del refugio, y miré hacia los altos acantilados. Ni siquiera las gaviotas que giraban allá arriba gritando parecían muy interesadas en esas inseguras cornisas. A mis pies estaba el caracol, magnificado tal vez por la lente del agua. Tenia por lo menos treinta centímetros de diámetro, y la caparazón acanalada terminaba en cinco enormes puntas. Un gasterópodo fósil que había tomado sol en los cálidos mares del periodo Cámbrico hacía quinientos millones de años, y que probablemente habla sido arrancado por las olas de uno de los cantos rodados. Impresionado por su tamaño, decidí llevarlo a casa para regalárselo a mi mujer como recuerdo de las vacaciones: necesitado de un radical cambio de ambiente luego de un periodo de trabajo sin precedentes en el colegio, me habían mandado una semana a la costa. Con sorpresa, descubrí que era observado por una solitaria figura, de pie en el borde de piedra caliza, a veinte metros de distancia: una mujer alta, de pelo negro y túnica azul marino que le llegaba a los pies. Estaba inmóvil entre las rocas. como una visión prerrafaelista de la Madona de algún primitivo pueblo de pescadores, y me miraba con ojos contemplativos velados por las nubes de espuma. El pelo negro, partido al medio desde el centro de una frente chata, le caía como un chal hasta los hombros y le rodeaba el rostro sereno pero algo melancólico. La miré en silencio. y luego hice un ademán tentativo con el caracol. Los abruptos acantilados y la inmensidad del cielo y del océano parecían envolvernos y aislarnos en una sensación de absoluta lejanía. corno si la playa rocosa y nuestro encuentro casual hubiesen sido trasladados a las sombrías costas de Tierra del Fuego, en los confines del mundo. Contra los húmedos acantilados, esa túnica azul fosforecía con vibraciones casi espectrales, sólo comparables al brillante nácar del caracol que yo tenía en las manos. Supuse que la mujer viviría en alguna casa solitaria en la cima de los acantilados —la tormenta habla terminado hacía sólo diez minutos, y no se veía ningún otro refugio— y que entre las fisuras de la piedra caliza correría algún oculto sendero. Subí a la piedra donde estaba la mujer y eché a andar hacia ella. Había tomado esas vacaciones con el fin especifico de huir de las demás personas. pero luego de la tormenta y de ese paseo por la costa abandonada sentía una cierta alegría de poder hablar con alguien. Aunque mi sonrisa no obtuvo ninguna respuesta, parecía que los ojos oscuros de la mujer me observaran sin hostilidad, como si estuviera esperando a que yo me acercase. A nuestros pies siseaba el mar, y las olas se retorcían como serpientes entre las rocas. —La tormenta fue de veras sorpresiva —comenté—. Conseguí refugiarme en la cueva —señalé el acantilado que concluía a setenta metros de altura, sobre nuestras cabezas.—Supongo que tendrá una magnífica vista al mar. ¿Vive allá arriba? La piel de la mujer era de nácares antiguos. —Vivo junto al mar —dijo. Había un timbre curiosamente profundo en esa voz, que parecía venir del fondo del agua. Era Por lo menos quince centímetros más alta que yo, que no soy de ningún modo un hombre de corta estatura—. Tiene un caracol muy bonito —observó.
Lo sopesé en una mano. —Imponente, ¿verdad? Es un fósil quizá mucho más viejo que esta piedra caliza. Tal vez se lo regale a mi mujer, aunque merecería estar en el Museo —¿Por qué no lo deja en la playa. que es su sitio natural? —dijo—. El océano es su hogar. —Pero no este océano —repliqué—. Los océanos cámbricos donde nadó este caracol desaparecieron hace millones de años. —Le despegué unos hilos de algas adheridas a una de las puntas y los arrojé al aire.— No se por qué, pero me fascinan los fósiles: son cápsulas de tiempo; si pudiésemos desenroscar esta espiral. probablemente nos mostraría imágenes de todos los países que ha visto: los grandes océanos del Carbonífero, los cálidos mares del Tria... —¿Le gustaría volver a esas eras? —En la voz de la mujer habla un dejo de curiosidad, como si mis comentarios la hubiesen intrigado.— ¿Las preferiría a esta época? —No creo. Supongo que no es más que la nostalgia de la propia memoria. Quizá comprenda a qué me refiero: el mar es como la memoria. Todo lo que hay en él, por muy perdido u olvidado que esté, existe para siempre... —Los labios de la mujer se movieron esbozando una aparente sonrisa.— ¿O le resulta extraña la idea? —No, de ninguna manera. Me miraba pensativa. Aquella túnica estaba tejida con brillantes hebras de plata azulada, que recordaban las duras y brillantes escamas de un pez oceánico. Volvió los ojos hacia el mar. Había empezado a subir la marea. y la concavidad donde encontrara el caracol estaba casi cubierta de agua. Las primeras olas golpeaban la boca de la cueva, y pronto rodearían el sitio donde estábamos. Miré por encima del hombro, hacia el acantilado, buscando vestigios del sendero. —Vuelve a ponerse turbulento —dije—. El Atlántico tiene bastante mal carácter, y además es impredecible... como corresponde a un mar antiguo. En otro tiempo fue parte de un gran océano llamado... —Poseidón. Me volví para mirarla. —¿Lo sabia? —Naturalmente —Me examinó con tolerancia.— Usted es maestro. ¿Y eso es lo que les enseña a los alumnos? ¿Que recuerden el mar y vuelvan al pasado? Me reí de mi mismo, divertido por la certera observación de la mujer. —Lo siento. Uno de los peligros de nuestra profesión es que nunca podemos resistir la tentación de divulgar conocimientos. —¿La memoria y el mar? —Meneó la cabeza.— Eso es magia, no conocimientos. Hábleme del caracol. El agua subía hacia nosotros entre las rocas. A mi izquierda, un gigantesco arrecife de pilares caídos llevaba a la seguridad de la parte alta de la playa No sabia muy bien si irme o no. el ascenso por la cara del acantilado. aunque el sendero fuese bien definido, significaría por lo menos media hora, sobre todo si tenia que ayudar a mi compañera. Al parecer indiferente al océano, ella miraba las olas que se retorcían a nuestros pies corno repeles en un nido. La sensación, alrededor, era que los grandes acantilados se iban hundiendo en el agua. —Quizá lo más acertado sea que deje hablar al caracol por si mismo —le respondí- Mi mujer era menos tolerante con esa tendencia mía a aburrir a los demás. Llevé el caracol a la oreja y escuché la susurrante trompa.
La hélice reflejaba el siseo de las olas, y los contornos del caracol magnificaban de algún modo los sonidos que reverberaban con ese murmullo más secreto de las aguas profundas. A mi alrededor el agua rompía y saltaba entre las rocas con rítmicos rugidos y suspiros pero del caracol brotaba una extraordinaria confusión de sonidos y tuve la sensación de que yo no sólo escuchaba las olas de la orilla, allí abajo sino un inmenso océano que lamía todas las playas del mundo. Oía el bramido y el silbido de las olas gigantescas, el canto de la grava arrastrada por corrientes submarinas, tormentas y vientos huracanados que hacían girar y hervir las aguas. Luego, de pronto, hubo un aparente cambio de escena, y oí la serena cadencia de un mar diferente, una delgada laguna cubierta de vapores a través de cuya superficie asomaban inmensos helechos, donde unos leviatanes sumergidos a medias, como bancos de arena haraganeaban bajo un sol benigno...
Mi compañera me miraba alzando la cara para recibir la espuma que saltaba de las rocas —¿Oyó el mar? Apreté el caracol contra la oreja. Volví a oír los sonidos de antiguos mares; esta vez era una inmensa tormenta, una titánica lucha contra los istmos de un continente que se hundía. Oí cómo crecían los saurios gigantescos, los gritos de pájaros reptiles que caían en picada sobre las presas desde altos acantilados, moviendo desmañadamente las alas. Asombrado, apreté la caparazón entre las manos, y tuve la sensación de que las duras puntas calcáreas eran las llaves que podrían liberar el secreto guardado en el caracol. La mujer continuaba mirándome. Por algún extraño capricho de aquella luz crepuscular su estatura parecía haber aumentado, y ahora mi cabeza apenas le llegaba a los hombros. —No... oigo nada —dije, perplejo. —¡Escuche! —me pidió—. Ese caracol ha oído los mares de todos los tiempos, cada ola ha dejado en él un eco. La primera lengua de espuma me corrió sobre los pies. mojándome las secas tiras de las sandalias. Un arrecife de Piedras, cada vez más estrecho, llevaba todavía a la playa. La cueva habla desaparecido, y vomitaba bocanadas de burbujas durante los breves retrocesos de las olas. Señalé el acantilado. —¿Hay algún sendero? ¿Algún camino que lleve al mar? —¿Al mar? ¡Por supuesto! —El viento le alzó la cola de la túnica, y le vi los pies descalzos, los dedos envueltos en algas.—¡Ahora escuche el caracol! El mar está despertando para usted. Alcé el caracol con las dos manos. Esta vez cerré los ojos, y mientras los sonidos de antiguos vientos y océanos reverberaban en mis oídos vi una imagen repentina de la solitaria bahía millones de años atrás. Al cielo subían altos farallones de esquisto, y por las bastas playas se movían reptiles inmensos que aullaban a los grotescos peces acorazados que los embestían desde el agua. El horizonte era un anillo de conos volcánicos que teñían el cielo desde bocas rojizas.
—¿Qué oye'? —Me preguntó mi compañera, insistente—. ¿El mar y el viento? —No oigo nada —dije, con voz ronca—. Sólo un susurro. El sonido brotaba de la boca del caracol; los ásperos rugidos de los saurios competían con el mar. Entonces, por encima de esa babel, oí otro sonido, un delgado grito que parecía venir de la cueva donde yo me había refugiado. Busqué la imagen en la mente y vi la boca de la cueva en el acantilado pr encima de las cabezas de los atareados reptiles. —¡Espere! Aparté con un ademán a la mujer, sin prestar atención a las olas que me corrían entre los pies. Cuando se retiró el mar apreté contra la oreja la caparazón y volví a oír el débil grito humano, la agobiada —¿Oye ahora el mar? La mujer tendió la mano para sacarme el caracol. Lo sostuve con firmeza y grité sobre las olas: —¡Pero no es este mar! ¡Dios mío, oí los gritos de un hombre! Vaciló un instante, sin saber cómo tomar esas inesperadas palabras. —¿Un hombre? ¿Quién? ¡Dígame! ¡Déme el caracol! ¡No era más que un marinero ahogado!
Le volví a arrebatar el caracol. Todavía se escuchaba la voz, apagada de vez en cuando por los rugidos de los reptiles. Sí, un marinero, pero un marinero del distante futuro, abandonado hacía millones de años en esa cueva a la orilla de un océano triásico, protegido por esa extraña náyade de los abismos que también ahora me guiaba a mí hacia las olas. La mujer había caminado hasta el borde de la roca, y las hebras del pelo, desordenadas por el viento le brillaban contra la cara. Con una mano me pidió que me acercase. Por última vez llevé el caracol al oído, y por última vez oi aquel débil y quejumbroso grito, perdido en el torbellino. Cerré los ojos, y dejé que la imagen de la antigua playa me inundase la mente, y por un fugaz instante vi un rostro pequeño y pálido que miraba desde la boca de la cueva. ¿Habría ese hombre —quienquiera que fuese—perdido toda esperanza de volver a su propio tiempo, y buscado entonces un hermoso caracol que arrojó al mar con la esperanza de que alguien oyese su voz y regresase a salvarlo? —¡Vamos! ¡Es hora de marcharnos!
Aunque estaba a cuatro metros de distancia, las manos tendidas casi parecían tocarme. El agua le corría alrededor de la túnica, y dibujaba con ella extrañas figuras liquidas. Me miraba con la cara de algún monstruoso pez. —¡No! Con furia repentina me aparté de ella, di media vuelta y arrojé lejos el caracol a las aguas profundas fuera del alcance de la mujer. Cuando desapareció entre las fuertes olas oí los roces de unas pesadas túnicas casi como un batir de alas membranosas. La mujer había desaparecido. Salté con rapidez a la primera piedra del arrecife, me deslicé al delgado borde del agua, entre dos olas y luego trepé hasta un sitio seguro. No miré hacia atrás hasta que llegué a la protección de los acantilados. Desde el borde de roca donde había estado la mujer un enorme lagarto me miraba con ojos inexpresivos.
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JCBallard 1965 Prisoner of the Coral Deep Traducción de Marcial Souto
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