Consumo irónico - el canciller II
Jueves 08 de Noviembre de 2018
Por: Gonzalo López Martí
Consumo irónico, normalización y suspended disbelief: segunda parte
Vez pasada decíamos que el consumo irónico a la larga consume al consumidor. Plop. El ironismo es apatía, desapego, resignación. Decíamos también que la farándula, la política y la publicidad están construidas sobre una operación mental llamada suspended disbelief: sabemos que está todo guionado, ensayado, manufacturado y aun así nos lo creemos. La irónico se literaliza por medio del suspended disbelief. ¿El ironismo incluye al camp y al kitsch? A veces. Son formas diversas del escapismo. El camp y el kitsch, me parece, van más por el lado de un fetichismo juguetón. El ironismo es otra cosa: domestica por acostumbramiento y deviene en feísmo. Del feísmo es muy difícil volver.
Últimamente hemos presenciado el “voto irónico”, que no llega a ser “voto bronca” pero anda por ahí. Es un voto desafectado, negligente, apático, menefreguista. Me atrevo a afirmar que una enorme cantidad de votantes irónicos propiciaron acaso sin quererlo las victorias del Brexit, Trump y Bolsonaro. Eran una joda y quedaron. Acaba de ganar una elección un político sin muchas luces cuya estrategia de campaña era hacer dedos de metralleta para las fotos. Ojo: una genialidad electoral en un país donde hay 60 mil homicidios al año.
Somos simios imitadores, chiques. Perdón: simies. ¿Estoy insinuando que por ver miles y miles de muertes en películas y videogames nos volvemos familiarizados y hasta aclimatados con el homicidio? Sí. Cada vez que un pistolero mata gente en un Mc Donald's, un colegio o templo religioso en Estados Unidos, se dispara la venta de armas y es fija que a los pocos días va a haber más episodios similares. Se llama copycat effect. Pasa lo mismo con los suicidios. Desatan un efecto dominó. Las autoridades lo saben y saben que están impotentes al respecto. Mejor cambiar de tema lo antes posible, so riesgo de aumentar la psicosis generalizada. Cuando las feministas predican la cantinela esa de que “el porno enseña a violar” llevan mucha razón. Ya he presenciado tantos focus groups e investigaciones de mercado que nada me sorprende. En focus groups nadie admite que consume porno interracial o que el último libro que leyó fue hace cinco años. Por eso las encuestas de opinión vienen cada vez más equivocadas.
La revista The Economist y Discovery Channel, por poner dos ejemplos, se beneficiaron durante años gracias a que queda bien decir en público que uno lee The Economist y mira Discovery Channel. Les iba bárbaro en focus groups. Ergo, les llovían anunciantes. Hoy los métodos de medición de audiencias son mucho más precisos, se nos cayó la careta y nació el clickbait (principal agente contagioso del consumo irónico junto con el “meme”). Cualquier editor responsable de un medio moderno sabe que una nota sobre el último escándalo de alcoba de un futbolista recibe muchos más clicks que una sesuda reseña sobre la obra del flamante Nobel de literatura. Del algoritmo podés huir pero no te podés esconder. Conoce todos tus secretos de consumo irónico, culposo y afines.
Pero pasemos a lo que importa: la guita. En mi negocio, el inframundo de la publicidad, el gran interrogante hoy por hoy es determinar hasta qué punto queda contaminada una marca si sus mensajes comerciales se irradian a través de vehículos de consumo irónico. No hace mucho hubo una polémica en Madison Avenue porque las llamadas plataformas programáticas de targeting y retargeting que manejan la inserción masiva de anuncios en medios digitales estaban metiendo la pata y en muchos casos dañando la imagen de marca de sus anunciantes: en el afán de buscar la máxima concentración de público distribuían anuncios de marcas serias y respetables junto a contenidos vulgares, trash o abiertamente inapropiados.
El síndrome Howard Stern. Howard Stern -gran amigote de Trump- es un conductor radial que tenía un programa matinal legendario en Nueva York. Se escuchaba en repetidoras de todo el imperio. Altísimo rating gracias a un estilo provocador, golfo, subido de tono, facilón y adolescente en su fijación con la humorada escatológica, genital. Una enorme cantidad de sus oyentes era consumidores irónicos que lo escuchaban en la privacidad mañanera del transporte público o el embotellamiento. Su problema: a diferencia de The Economist o Discovery Channel, muy poca gente se admitía fan de The Howard Stern Show y se le hacía muy cuesta arriba conseguir patrocinadores. A la larga Howard se cansó de ser ninguneado por anunciantes biempensantes y se pasó a radio satelital, por suscripción: ya no necesita publicidad, sus seguidores incondicionales pagan una cuota mensual y lo disfrutan sin cortes comerciales.
Ya que estamos, pasemos al otro lado del mostrador. ¿Cuáles son los riesgos o efectos boomerang de ser consumido irónicamente? ¿Cuántos influencers hay pululando por el éter cuyo público simplemente quiere estar ahí para presenciar la debacle? Es habitual que muchos youtubers -mocosos adorados por millones de gurises que facturan fuerte haciendo morisquetas para la cámara del telefonito o la laptop- sufran de ansiedad, ataques de pánico y demás. Primero porque están exhaustos: las plataformas les exigen contenidos constantes y los algoritmos les restan visibilidad sin no hay uploads frecuentes. Segundo porque muchos youtubers llegan a la conclusión de que muchos de sus seguidores no les quieren bien. Más bien quieren que se incineren en público. En otras palabras: muchos fans de Pewdiepie, Germán Garmendia y Lele Pons están esperando que les dé un ACV en livestreaming. Las redes como coliseo romano. Lo que en el imperio llaman rubbernecking: los conductores que disminuyen la velocidad cuando pasan cerca de un choque no por prudencia o respeto sino porque quieren estirar el cuello y bichar el cadáver desmembrado. Voyeurismo morboso. Los curiosos que se juntan en una esquina a ver al suicida en la cornisa ¿quieren que se salve o que se aviente al vacío? Sospecho lo segundo.
Acaso una enorme cantidad de seguidores te están haciendo trolling silencioso, mirando el telefonito en el retrete esperando a que te inmoles. No tengo data sólida pero algunos analistas de Silicon Valley, entre ellos la diva maléfica del periodismo tech Kara Swisher, sostienen que el verdadero motor de instagram es la envidia. Tiendo a concordar. No me sorprendería que el FOMO, el morbo y la envidia cochina compartan real estate en el lóbulo límbico. En fin. Volvamos a nuestros quehaceres que la luz y el gas no se pagan solos. Chaucito.
Últimamente hemos presenciado el “voto irónico”, que no llega a ser “voto bronca” pero anda por ahí. Es un voto desafectado, negligente, apático, menefreguista. Me atrevo a afirmar que una enorme cantidad de votantes irónicos propiciaron acaso sin quererlo las victorias del Brexit, Trump y Bolsonaro. Eran una joda y quedaron. Acaba de ganar una elección un político sin muchas luces cuya estrategia de campaña era hacer dedos de metralleta para las fotos. Ojo: una genialidad electoral en un país donde hay 60 mil homicidios al año.
Somos simios imitadores, chiques. Perdón: simies. ¿Estoy insinuando que por ver miles y miles de muertes en películas y videogames nos volvemos familiarizados y hasta aclimatados con el homicidio? Sí. Cada vez que un pistolero mata gente en un Mc Donald's, un colegio o templo religioso en Estados Unidos, se dispara la venta de armas y es fija que a los pocos días va a haber más episodios similares. Se llama copycat effect. Pasa lo mismo con los suicidios. Desatan un efecto dominó. Las autoridades lo saben y saben que están impotentes al respecto. Mejor cambiar de tema lo antes posible, so riesgo de aumentar la psicosis generalizada. Cuando las feministas predican la cantinela esa de que “el porno enseña a violar” llevan mucha razón. Ya he presenciado tantos focus groups e investigaciones de mercado que nada me sorprende. En focus groups nadie admite que consume porno interracial o que el último libro que leyó fue hace cinco años. Por eso las encuestas de opinión vienen cada vez más equivocadas.
La revista The Economist y Discovery Channel, por poner dos ejemplos, se beneficiaron durante años gracias a que queda bien decir en público que uno lee The Economist y mira Discovery Channel. Les iba bárbaro en focus groups. Ergo, les llovían anunciantes. Hoy los métodos de medición de audiencias son mucho más precisos, se nos cayó la careta y nació el clickbait (principal agente contagioso del consumo irónico junto con el “meme”). Cualquier editor responsable de un medio moderno sabe que una nota sobre el último escándalo de alcoba de un futbolista recibe muchos más clicks que una sesuda reseña sobre la obra del flamante Nobel de literatura. Del algoritmo podés huir pero no te podés esconder. Conoce todos tus secretos de consumo irónico, culposo y afines.
Pero pasemos a lo que importa: la guita. En mi negocio, el inframundo de la publicidad, el gran interrogante hoy por hoy es determinar hasta qué punto queda contaminada una marca si sus mensajes comerciales se irradian a través de vehículos de consumo irónico. No hace mucho hubo una polémica en Madison Avenue porque las llamadas plataformas programáticas de targeting y retargeting que manejan la inserción masiva de anuncios en medios digitales estaban metiendo la pata y en muchos casos dañando la imagen de marca de sus anunciantes: en el afán de buscar la máxima concentración de público distribuían anuncios de marcas serias y respetables junto a contenidos vulgares, trash o abiertamente inapropiados.
El síndrome Howard Stern. Howard Stern -gran amigote de Trump- es un conductor radial que tenía un programa matinal legendario en Nueva York. Se escuchaba en repetidoras de todo el imperio. Altísimo rating gracias a un estilo provocador, golfo, subido de tono, facilón y adolescente en su fijación con la humorada escatológica, genital. Una enorme cantidad de sus oyentes era consumidores irónicos que lo escuchaban en la privacidad mañanera del transporte público o el embotellamiento. Su problema: a diferencia de The Economist o Discovery Channel, muy poca gente se admitía fan de The Howard Stern Show y se le hacía muy cuesta arriba conseguir patrocinadores. A la larga Howard se cansó de ser ninguneado por anunciantes biempensantes y se pasó a radio satelital, por suscripción: ya no necesita publicidad, sus seguidores incondicionales pagan una cuota mensual y lo disfrutan sin cortes comerciales.
Ya que estamos, pasemos al otro lado del mostrador. ¿Cuáles son los riesgos o efectos boomerang de ser consumido irónicamente? ¿Cuántos influencers hay pululando por el éter cuyo público simplemente quiere estar ahí para presenciar la debacle? Es habitual que muchos youtubers -mocosos adorados por millones de gurises que facturan fuerte haciendo morisquetas para la cámara del telefonito o la laptop- sufran de ansiedad, ataques de pánico y demás. Primero porque están exhaustos: las plataformas les exigen contenidos constantes y los algoritmos les restan visibilidad sin no hay uploads frecuentes. Segundo porque muchos youtubers llegan a la conclusión de que muchos de sus seguidores no les quieren bien. Más bien quieren que se incineren en público. En otras palabras: muchos fans de Pewdiepie, Germán Garmendia y Lele Pons están esperando que les dé un ACV en livestreaming. Las redes como coliseo romano. Lo que en el imperio llaman rubbernecking: los conductores que disminuyen la velocidad cuando pasan cerca de un choque no por prudencia o respeto sino porque quieren estirar el cuello y bichar el cadáver desmembrado. Voyeurismo morboso. Los curiosos que se juntan en una esquina a ver al suicida en la cornisa ¿quieren que se salve o que se aviente al vacío? Sospecho lo segundo.
Acaso una enorme cantidad de seguidores te están haciendo trolling silencioso, mirando el telefonito en el retrete esperando a que te inmoles. No tengo data sólida pero algunos analistas de Silicon Valley, entre ellos la diva maléfica del periodismo tech Kara Swisher, sostienen que el verdadero motor de instagram es la envidia. Tiendo a concordar. No me sorprendería que el FOMO, el morbo y la envidia cochina compartan real estate en el lóbulo límbico. En fin. Volvamos a nuestros quehaceres que la luz y el gas no se pagan solos. Chaucito.
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