Día del trabajador


"La ley reivindicada" se lee al pie de la nota de la época. Tal vez por ello el 1 de mayo en EEUU se celebra el día de la ley y no del trabajo.

La historia que no debemos olvidar 

http://anteriores.eldiariocba.com.ar/~diariweb/anteriores/2007/Abril/30%20de%20abril%20de%202007/suplementos/suplementos.htm

Casi 350 mil huelguistas salieron a la calle a reclamar para que se redujera la jornada laboral a 8 horas.Unos 125 mil lo consiguieron ese primer día del mes de mayo de 1886. Para fines de mes ya eran 200 mil... Pero, como casi siempre en las conquistas hasta la actualidad, corrió sangre de mártires.



Después de décadas de lucha, por fin llegó el 1 de mayo de 1886. La orden del día, la misma para todo el movimiento sindical era precisa: ¡A partir de hoy, ningún obrero debe trabajar más de 8 horas por día! ¡8 horas de trabajo! ¡8 horas de reposo! ¡8 horas de recreación! Simultáneamente se declararon 5 mil huelgas y 340 mil huelguistas dejaron las fábricas, para ganar las calles y allí vocear sus demandas.
En Nueva York, los obreros fabricantes de pianos, los ebanistas, los barnizadores y los obreros de la construcción conquistaron las 8 horas sobre la base del mismo salario. Los panaderos y cerveceros obtuvieron la jornada de 10 horas con aumento de salario. En Pittsburgh, el éxito fue casi completo. En Baltimore, tres federaciones ganaron las 8 horas: los ebanistas, los peleteros y los obreros en pianos-órganos. En Chicago, 8 horas sin disminuir sus salarios: embaladores, carpinteros, cortadores, obreros de la construcción, tipógrafos, mecánicos, herreros y empleados de farmacia; 10 horas con aumento de salario: carniceros, panaderos, cerveceros. En Newark, los sombrereros, cigarreros, obreros en máquinas de coser Singer, obtuvieron las anheladas 8 horas. En Boston, los obreros de la construcción. En Louisville, los obreros del tabaco. En Saint Louis, los mueblistas, y en Washington, los pintores... En total, 125 mil obreros conquistaron la jornada de 8 horas el mismo 1 de mayo. A fines de mes serían 200 mil, y antes que terminara el año, un millón. No era la victoria absoluta, pero se había obtenido un resultado importante, por sobre, incluso, de algunas fallas en el movimiento obrero.

“Jamás en este país ha habido un levantamiento tan general de las masas industriales”, “El deseo de una disminución de la jornada de trabajo ha impulsado a millares de trabajadores a afiliarse a las organizaciones existentes, cuando muchos, hasta ahora, habían permanecido indiferentes a la acción sindical”, se podía leer en las crónicas de la época.

En Chicago, los sucesos tomaron un giro particularmente conflictivo. Los trabajadores de esa ciudad vivían en peores condiciones que los de otros estados. Muchos debían trabajar todavía 13 y 14 horas diarias; partían al trabajo a las 4 de la mañana y regresaban a las 7 u 8 de la noche o incluso más tarde, de manera que “jamás veían a sus mujeres y a sus hijos a la luz del día”. Unos se acostaban en corredores y desvanes, otros, en inmundas construcciones semiderruidas, donde se hacinaban numerosas familias. Muchos no tenían ni siquiera alojamiento. Por otra parte, la generalidad de los empleadores tenía una mentalidad de caníbales. Sus periódicos escribían que el trabajador debía dejar al lado su “orgullo” y aceptar ser tratado como “máquina humana”. El Chicago Tribune osó decir. “El plomo es la mejor alimentación para los huelguistas... La prisión y los trabajos forzados son la única solución posible a la cuestión social. Es de esperar que su uso se extienda”.

No era extraño que en ese cuadro Chicago fuese el centro más activo de la agitación revolucionaria en los Estados Unidos y cuartel general del movimiento anarquista en América: dos organizaciones dirigían la huelga por las 8 horas en Chicago y todo el Estado de Illinois: la Asociación de Trabajadores y Artesanos y la Unión Obrera Central, pero eran sus exaltados periódicos obreros los polos en torno a los cuales giraba la acción reivindicativa.

Uno de estos periódicos era escrito en alemán, el Arbeiter Zeitung, que aparecía tres veces a la semana, dirigido por August Spies, de orientación anarquista, y otro, The Alarm, en inglés, dirigido por el socialista Albert Parsons. Junto a ellos, un brillante grupo de agitadores, periodistas y oradores de verbo encendido insuflaba el ímpetu peculiar que caracterizaba la lucha obrera en ese estado. La mayoría de ellos pasaría a la Historia como los “Mártires de Chicago”: Fielden, Schwab, Fischer, Engel, Lingg, Neebe.

Fue una lucha que duró décadas y cuya historia en muchos lugares del mundo ha sido olvidada, ocultada o limpiada de todo contenido social, hasta el punto de transformar en algunos países el 1 de Mayo en mera jornada “festiva” o en un franco más. Pero sólo teniendo presente lo que ocurrió, adquiere total significación la fecha designada como “Día Internacional de los Trabajadores”.

Las palabras de Lingg, uno de los condenados a muerte

August Spies, director del Arbeiter Zeitung, de 31 años y nacido en Alemania central, dijo antes del cadalso

“...Este veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven en la miseria, si esperáis salvaros y lo creéis, ¡ahorcadnos!... Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y debajo y al lado y en todas partes surge la Revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina.
Vosotros no podéis entender esto... Os asemejáis al niño que busca su imagen detrás del espejo. Lo que veis en nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patrones que amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los terratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los miserables y escuálidos labradores...
Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis de aniquilar esas ideas, que ganan terreno cada día, mandándonos a la horca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por atreverse a decir la verdad -y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez- yo os digo que si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Juan Huss, en Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado. ¡Nosotros estamos prontos a seguirles!”.


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