"El hecho maldito"

La frase -se sabe- le pertenece a Cooke, y la aplicó al peronismo; no solo para graficar como lo veía él desde su óptica particular dentro del movimiento, sino sobre todo como lo percibía el sistema de poder instalado en la Argentina antes del surgimiento del movimiento liderado por Perón: el “hecho maldito” era así una especie de bestia negra o demonio a exorcizar, porque rompía por completo con los cánones de la “normalidad” política aceptada hasta entonces.


martes, 2 de agosto de 2016
EL HECHO MALDITO
Nestornautas (blog)

El contexto en el que surgió la frase era claro: el peronismo fue demonizado, mucho más incluso que las izquierdas, porque pudo llegar al poder y desde allí, impulsar transformaciones concretas que lesionaron intereses también concretos, y replantear relaciones sociales, culturales y económicas que se suponían sacralizadas; de un modo intolerable para el establishment vernáculo. Lo que para la izquierda era un tímido reformismo burgués para los verdaderos dueños de la Argentina era una insolencia intolerable, preludio de la colectivización total del país.

Hemos dicho muchas veces acá que el gorilismo hace esfuerzos ingentes para dar por superada la polémica acerca de si el kirchnerismo es o no peronismo: en su odio visceral (alimentado por una certera intuición política) los igualan al punto de asimilarlos por completo, pasando por encima de las diferencias, que por cierto existen.

De allí que no extrañe que (tal como lo apunta con agudeza ésta excelente nota de Edgargo Mocca en Página 12del domingo) se viva en el país un proceso de demonización hacia la experiencia kirchnerista, con mucho aire de familia con el que se dirigió contra el peronismo a partir del golpe del 55’. Hoy como entonces se pretende reducir una rica experiencia política a una anomalía patológica, incompatible con un “país normal”.

Desde la ofensiva orquestada por el “partido judicial” en combo con el gobierno, los medios hegemónicos y lo peor del aparato de inteligencia y seguridad del Estado contra Cristina y muchos ex funcionarios o referentes k (ahora le tocó a Scioli padecer su propio carpetazo), hasta el llamado de Etchevehere a “enterrar definitivamente al populismo” en el mismo discurso en el que pedía cerrar la grieta e instaba a los jueces a condenar a los corruptos (siempre que sean kirchneristas, por supuesto), todo se inscribe en un contexto refundacional o mejor dicho "moralizador"; del que como hemos dicho también acá, estamos expresamente excluidos.

Desde los medios del Grupo Clarín Lanata da por cerrada toda discusión sobre la naturaleza del kirchnerismo, conceptuándolo como “una banda de chorros”, y listo: nos expulsó para siempre del territorio de la política, condenándonos al sistema judicial y carcelario, un modo muy conveniente de evitar hablar de políticas (actuales y pasadas), en sentido estricto. En la misma sintonía, Marcos Peña nos acusa de “querer obsesivamente que le vaya mal al país”, confundiendo a éste con el plan concreto del gobierno; que bien sabe son dos cosas muy distintas.

Aunque la historia no se repita exactamente igual y el peronismo tampoco (a veces para bien y a veces para mal), tal como pasó después del 55’ hay un obsesivo empeño en dar por clausurado un ciclo que a su vez se reputa como agotado, y sin destino futuro posible. Y en ese empeño no faltan los Tessaires de la hora (como Manzur), que se suman gustosos a certificar el epitafio.

Todo proyecto político para estabilizarse con mayores posibilidades de éxito necesita elegir su propia oposición, que cuestione algo sin cuestionar en definitiva nada, o lo más importante: que no le dispute el poder, y que si lo hace en términos electorales, no quiera conseguirlo para producir transformaciones reales, y no cosméticas. Es decir que garantice que aunque haya cambios de figuras por voluntad de las urnas, las cosas no cambien y sigan más o menos igual.

De allí que como plantea Mocca, ante el avance decidido del proyecto de reconfiguración social, política y económica que representa el macrismo la cuestión de la tan mentada (y reclamada) “unidad opositora” requiere un debate previo sobre el sentido de la misma, el “para qué”: si para ponerle freno a ese avance, o simplemente para “moderarlo” o dotarlo de mayor “sensibilidad social” para amortiguar la dureza de algunas políticas, y sus efectos.

Definida claramente la naturaleza y los objetivos del proyecto que nos gobierna (a esta altura el que reclama más tiempo o hechos para cerrar una opinión al respecto es un cómplice, por acción u omisión) lo que está en discusión no es simplemente quien organiza y lidera la oposición; sino la representación política de la tradición nacional y popular, algo que excede con creces a Cristina y al kirchnerismo. Tener en claro eso es un pre-requisito central a toda discusión sobre armados, construcciones, liderazgos, amplitudes y autocríticas.

Del mismo modo que cuando hay quienes acotan que en la entrevista de Cristina con Navarro no se dijo nada novedoso, lo real es que nadie (o casi nadie) más lo dice; al menos con su énfasis, su claridad y todo junto; y con la repercusión que genera su volumen político. Por el contrario, la oposición (o “las oposiciones”, para ser más precisos) anda eligiendo todo el tiempo a que oponerse y cuando, con las encuestas a la vista, y temiendo a los carpetazos.

Cuando se reclama insistentemente autocrítica -y sin que esto se entienda como que no haya que hacerla- se pierde d evista el contexto político en el que se lo hace: un contexto en el que no nos combaten por nuestro errores con la esperanza de que los corrijamos para ser “readmitidos”; sino por nuestros aciertos, y con el decidido empeño puesto en que desaparezcamos como alternativa política viable.

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