Halo - La admiración por los famosos

«(...) estos ciclos cada vez más comunes de adoración y destronamiento de celebridades —además de las dinámicas menos parasociales de amor-odio con figuras que conocemos en la vida real— se pueden atribuir a un sesgo cognitivo conocido como “efecto halo”. Identificado a principios del siglo XX, el “efecto halo” describe la tendencia inconsciente a hacer suposiciones positivas sobre el carácter general de una persona basándonos en nuestras impresiones a partir de un único rasgo.»

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¿Eres mi madre, Taylor Swift?
¿Qué carencias esconde el fanatismo desmesurado de estos tiempos? ¿Qué efectos tiene sobre las estrellas la presión de una admiración que los enaltece, pero también tiene el poder de destruirlos? Ilusión y delirio por la fama en tiempos de redes sociales

Noticias7 Dec 2024
Por AMANDA MONTELL*

El nivel de adoración se había vuelto voraz. Espiritualmente voraz. Por supuesto, la gente desde siempre expresa una adoración excesiva —la religión ya había llegado a los extremos, con asesinatos por el honor y todo eso—, pero ahora nuestros dioses no eran figuras imaginarias que se presentaban como omniscientes e intachables; eran celebridades humanas mortales, que sabíamos a ciencia cierta que no lo eran. A los nuevos extremistas se les llamó “stans”, un término creado por el rapero Eminem, cuya canción “Stan”, del año 2000, es una parábola demente sobre un tipo que se enfada porque su ídolo no contesta a las cartas de su fan. Llama la atención que la palabra es también un híbrido perfecto entre “stalker” (acosador) y “fan”.

Todos los “stans” tenían nombres monacales, como Barbz, Little Monsters, Beliebers y Swifties. Se decía que representaban la muerte del diálogo. Los críticos dejaron de publicar reseñas negativas de los álbumes de las estrellas del pop por miedo a la gente, a ser “cancelados” o “doxeados” (“Doxear”: del inglés “doxx” significa revelar información personal sobre un individuo u organización, generalmente a través de Internet, de manera intencional y pública), a que se filtraran sus direcciones y les enviaran amenazas de muerte. Nadie abandonaba el sofá, pero todos tenían miedo. Nadie hablaba en voz alta, pero el mundo parecía un gran grito, una orquesta de ocho mil millones de instrumentos que afinaba y afinaba hasta el infinito. Los “stans” eran impotentes como individuos. Pero como rebaño, “te irían al cuello”, al estilo gregario de “El señor de las moscas”. Los periodistas temían por su cuello, no los de guerra, sino los periodistas de “música”. Los “stans” cancelaban a cualquiera, incluso se comían a los suyos. Se comerían a su propio dios si hiciera falta. Se comerían a su propio dios, especialmente. Así de voraces se habían puesto las cosas.

En 2023, una devota de Taylor Swift llamada Amy Long me envió por correo electrónico un documento de tres mil palabras en el que desglosaba los principales escándalos de la estrella del pop en los últimos cinco anos: una serie de cataclismos emocionales donde los Swifties se volvieron contra su exaltada reina por no haber estado a la altura de las cualidades que nunca tuvo ni de los compromisos que nunca tomó. Los escándalos, que incluían desde fiascos en la venta de entradas hasta rumores sobre su sexualidad, llevaban títulos dramáticos al estilo del Watergate: Ticketgate, Lavendergate, Jetgate, Moviegate, Tumblrgate. “Este podría ser el más interesante”, escribió Long, creadora de la cuenta de IG @taylorswift_as_books, en referencia a este último oprobio: tras años interactuando con sus fans en Tumblr,

Swift se desconectó de manera definitiva de la plataforma en 2020, cuando se sintió intimidada por una multitud iracunda obsesionada con la política. Según explicó Long, los seguidores se enfadaron después de que Taylor publicara unos cuantos tuits condenando a Donald Trump y la brutalidad policial, pero luego no llevó sus vocalizaciones políticas más allá. Desde el punto de vista de los fans, su ídola les había ofrecido una nueva era de activismo progresista para luego arrebatársela, como una madre que traiciona la promesa que hizo a sus hijas. (Gritos similares de traición se repitieron unos años más tarde, cuando Swift empezó a salir con un sórdido provocador, miembro de una banda de pop-rock. Los fans escribieron una “carta abierta” donde le suplicaban a la estrella que abandonara al problemático padrastro y juraban que no le “quitarían el pie del cuello” de él hasta que lo hiciera).

Long continuó: “Muchos fans han acusado a Taylor de utilizar el aliadismo como estética… y se enfadan con ella por no hacer lo que ellos quieren… pero es capitalista hasta la médula. La mayor parte de su equipo de seguridad está formado por ex miembros de las Fuerzas Especiales, ex miembros del FBI u otros antiguos agentes de la ley. No estoy segura de por qué los fans esperan que diga: '!Desfinanciemos a la policía! Derribemos al sistema que hizo realidad mi sueño'… Es raro”.

Siempre me ha parecido bastante extraño que miles de desconocidos idolatraran a nivel moral a una cantante famosa basándose en conclusiones sobre su carácter de las que apenas había pruebas, y luego intentaran sacudirla para bajarla del pedestal con el mismo celo cuando esas suposiciones resultaban falsas. Pero ese comportamiento también es explicable. Mi conclusión es que estos ciclos cada vez más comunes de adoración y destronamiento de celebridades —además de las dinámicas menos parasociales de amor-odio con figuras que conocemos en la vida real— se pueden atribuir a un sesgo cognitivo conocido como “efecto halo”.

Identificado a principios del siglo XX, el “efecto halo” describe la tendencia inconsciente a hacer suposiciones positivas sobre el carácter general de una persona basándonos en nuestras impresiones a partir de un único rasgo.

Cuando conocemos a alguien con un sentido del humor ingenioso, pensamos que también debe de ser una persona culta y observadora. De una persona atractiva suponemos que es extrovertida y segura de sí misma. Pensamos que una persona artística seguramente también es sensible y tolerante. El propio término invoca la analogía de un halo, el poder de una buena iluminación para influir en las percepciones. Imaginemos un cuadro religioso del siglo XII: los ángeles y los santos, que suelen llevar una corona de luz, están bañados en un brillo celestial, símbolo de su bondad absoluta. Si juzgamos a alguien a través de la lente del efecto halo, nuestra mente le proyecta el mismo resplandor cálido unidimensional, diciéndonos que confiemos en él por completo, cuando objetivamente nos ha dado pocas razones para hacerlo.

Detrás del efecto halo hay una historia de supervivencia. Alinearse con una persona fuerte o de apariencia física atractiva siempre ha sido una sabia estrategia de adaptación, y en general era justo suponer que una buena cualidad indicaba algo más.

Hace veinte mil años, si te encontrabas con alguien alto y musculoso, era razonable deducir que había comido más carne que la media y que, por tanto, era un buen cazador, alguien a quien querías a tu lado. Era igual de sensato suponer que una persona con un rostro simétrico y dientes intactos había evitado desfigurarse a causa de batallas perdidas y ataques de animales, otro modelo decente.

Hoy en día, elegir a alguien a quien admirar en la vida contribuye a la formación de la identidad y, cuando se trata de elegir al modelo adecuado, hemos aprendido a seguir nuestro instinto. Al fin y al cabo, ¿cuán ineficaz sería necesitar toda una semana para evaluar a un posible mentor, o reunir a todo un grupo de especialistas de credenciales perfectas, uno para las ideas profesionales, otro para la inspiración creativa, y otro para los consejos de moda? Elegir un único modelo para todo, basándose en generalizaciones apresuradas pero acertadas, es tan solo un uso superior de nuestro presupuesto psicológico ajustado. He aquí el “efecto halo”.

Las figuras parentales fueron los sujetos originales del sesgo. Como nuestros mayores nos cuidan y saben cosas que nosotros ignoramos, pensamos que deben saberlo todo. […] Pero los jóvenes ya no admiran solo a sus madres. En 2019, un estudio japonés descubrió que alrededor del 30 % de los adolescentes aspiran a emular a una figura mediática, como su cantante o atleta favorito. Un estudio de 2021 publicado en la revista “North American Journal of Psychology” midió que la adoración de las celebridades había aumentado de manera drástica en las dos décadas anteriores.

El efecto halo ya hace que sea fácil endiosar a alguien que conoces en la vida real (cuando era adolescente, uno de mis hábitos sociales menos saludables era entablar amistades desiguales en las que me sentía más como una admiradora que como un par, sacando falsas conclusiones como creer que, por su sonrisa brillante y su carisma natural, la chica popular del colegio era también una confidente leal). Es aún más fácil encapricharse desde lejos. Como tendemos a ver a los famosos como personas atractivas, ricas y con éxito, juzgamos a la ligera que también deben ser sociables, conscientes de sí mismos y sofisticados. Algunos admiradores sienten una profunda cercanía hacia sus ídolos y creen que ellos también deben quererlos, incluso de manera maternal. No todos los fans son “stans”, pero el culto a los famosos es cada vez más extremo y tiene consecuencias nocivas cuantificables.

Los altos niveles de fanatismo se asocian con ansiedad, disociación, sed de fama y conductas de acoso.

La palabra “fan” procede del latín “fanaticus”, que significa “loco pero divinamente inspirado”. No fue hasta las décadas de 1960 y 1970 cuando el público empezó a percibir a los famosos como algo más que artistas, más como modelos de conducta o dioses. Este cambio de percepción estuvo relacionado con el aumento del activismo de los famosos, que coincidió con la pérdida de confianza de los estadounidenses en los políticos, los líderes religiosos tradicionales y las autoridades sanitarias.

En un artículo de opinión del New York Times titulado “¿Cuándo empezamos a tomarnos en serio a los famosos?”, Jessica Grose informaba que, en 1958, tres cuartas partes de los estadounidenses “confiaban en que el gobierno federal hacía lo correcto casi siempre o la mayoría de las veces”. Eso según Pew Research. Pero entonces llegó la guerra de Vietnam, la recesión económica de 1960 y el Watergate, una trágica trifecta que sugirió que los estadounidenses necesitaban encontrar un nuevo tipo de modelo.

En la década de 1960, los “baby boomers” se habían convertido en adolescentes —había más adolescentes que nunca en los Estados Unidos— y, a medida que el aislamiento y la inseguridad que acompañan a la adolescencia se unían a la prosperidad de la posguerra y al prurito de cambio social, los jóvenes encontraron una nueva religión: los Beatles, cuyos miembros sirvieron no solo como íconos artísticos de los fans, sino también como amantes lejanos y guías espirituales.

En 1980, solo un 25 % de los ciudadanos estadounidenses confiaba ya en que el gobierno hacía lo correcto. Según Grose, fue entonces cuando se disolvieron de manera definitiva los límites que separaban a las figuras mediáticas, los políticos y las autoridades espirituales. En 1981, Ronald Reagan se convirtió en el primer famoso en llegar a presidente de los Estados Unidos, presentándose como un “forastero insurgente”. El halo colectivo de Hollywood se iluminó como la zarza ardiente cuando el nuevo mensaje del “zeitgeist” (espíritu de época) implicó que los iconos del escenario y la pantalla no estaban aquí solo para entretenernos, sino para salvarnos. Las estrellas del pop se convirtieron en nuestros nuevos sacerdotes. Con el tiempo, las redes sociales fertilizaron esa religiosidad como un potente abono.

En mi tienda de productos espirituales local de Los Ángeles se pueden encontrar velas de oración con la imagen de músicos consagrados: “Santa Dolly”, “San Stevie”, la cara de Harry Styles superpuesta al cuerpo de Cristo. Grose citó al Dr. Paul Offit, profesor de Pediatría del Hospital Infantil de Filadelfia y autor de“Malos consejos: O por qué los famosos, los políticos o los activistas no son la mejor fuente de información sobre salud”, quien analizó que los estadounidenses depositan su fe en los personajes famosos porque “creemos conocerlos, los vemos en el cine o en la televisión y asumimos que ellos son los personajes que interpretan”. Pero los famosos también se “interpretan” a sí mismos, y en Internet ese espectáculo se emite veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Nos desorienta aún más que la idolatría hollywoodiense de la era Reagan, porque cuando vemos a los famosos publicar fragmentos digitales de sus personajes “reales”, sentimos como si los conociéramos por completo. El texto que acompaña las fotos de Instagram parece una carta de un ser querido; los mensajes mirando a la cámara parecen videollamadas con un amigo. En la era del sobreintercambio mágico, las plataformas como Tumblr, TikTok, Instagram y Patreon ofrecen a los fans un acceso cada vez mayor a la información personal de sus héroes, reduciendo así la brecha parasocial y haciendo que se sientan cada vez más conectados. Al fin y al cabo, a diferencia de la televisión, existe la posibilidad real de que Taylor Swift conteste ella misma tu comentario de Instagram, la santa todopoderosa que responde a la plegaria de su creyente… o a su demanda. “Si tienen la motivación suficiente, los fans que se congregan en las redes sociales pueden realmente cambiar la trayectoria de su artista y la vida de cualquiera que se interponga en su camino”, analizó el periodista musical de la radio pública nacional (NPR) de los EE. UU. Sidney Madden. “Este cambio en la dinámica de poder […] [crea] un bucle de retroalimentación que puede recompensar más al personaje performático en la red que a una genuina visión artística”. La comunidad fan moderna se sitúa en un espectro que va de la admiración sana a la manía patológica. El extremo constructivo del espectro ofrece algo trascendente. “Tumblr me abrió los ojos a decenas de opiniones matizadas provenientes de un amplio abanico de personas, en un espacio que no me intimidaba”, escribió Danielle Colin-Thome, redactora de “Bustle”, en un ensayo sobre el papel “empoderador y, a veces, muy problemático” de la cultura fan en las vidas de los jóvenes marginados. “Nuestras comunidades de fans… eran vehículos para hablar de temas más amplios: feminismo, raza y representación LGTBQ”.

Pero el extremo dogmático no es ninguna broma. Un examen clínico de 2014 sobre el culto a las celebridades concluyó que los altos niveles de fanatismo se asocian con dificultades psicológicas, incluyendo “preocupaciones sobre la imagen corporal, mayor propensión a la cirugía estética, búsqueda de sensaciones, rigidez cognitiva, una identidad difusa y límites interpersonales pobres”. Otros problemas observados fueron depresión, ansiedad, disociación, tendencias narcisistas de la personalidad, sed de fama, compras y juego compulsivos, conductas de acoso, una excesiva obsesión hasta el punto de provocar disfunciones sociales (lo que se denominó “ensoñación desadaptativa”), adicciones y delincuencia.

Un estudio de 2005 descubrió que la adicción y la delincuencia tenían una relación más estrecha con el culto a los famosos que la ingesta de calcio con el nivel de masa ósea o la exposición al plomo con el coeficiente intelectual de los niños. Este estudio, publicado en 2005 en la revista “Psychology, Crime & Law” (Psicología, Delito y Ley), identificó cuatro categorías a lo largo del espectro del culto a los famosos. En primer lugar, estaba el nivel “Entretenimiento social”, definido por actitudes como: “A mis amigos y a mí nos gusta hablar de lo que ha hecho mi estrella favorita”. Luego estaba la categoría de sentimientos “personales intensos”, donde clasifican afirmaciones como “Tengo pensamientos frecuentes sobre mi estrella favorita, incluso cuando no quiero”. En tercer lugar estaba el nivel “Límite patológico”, caracterizado por pensamientos delirantes (“Mi estrella favorita y yo tenemos nuestro propio código para comunicarnos en secreto”); expectativas inverosímiles (“Si entrara por la puerta de la casa de mi estrella favorita sin invitación, se alegraría de verme”); y autosacrificio (“Moriría con gusto para salvar la vida de mi estrella favorita”). Una cuarta categoría, denominada “Imitación perniciosa”, describe a los fans dispuestos a adoptar conductas promiscuas en nombre de su ídolo (“Si tuviera la suerte de conocer a mi ídolo y me pidiera que hiciera algo ilegal como favor, probablemente lo haría”).

Por el “efecto halo” hacemos suposiciones positivas sobre una persona a partir de un único rasgo.

“[Taylor] podría llevarme muy lejos, moralmente”, dice Jill Gutowitz, periodista de cultura pop, autora de la colección de ensayos “Girls Can Kiss Now” (Las chicas ahora pueden besar) y fan incondicional de Taylor Swift desde hace diez años. Gutowitz ha sido atacada de manera personal por sus propias compañeras Swifties. Una vez se encontró con un virulento ataque masivo en Twitter después de escribir una crítica humorística del álbum “Lover” de Swift para la página “Vulture”, en la que se burlaba a modo de broma del entonces novio de la cantante, el actor Joe Alwyn, por ser demasiado soso para servir como su musa. (“Alwyn es como una taza de leche de avena natural”, fueron las palabras exactas de Gutowitz). “La gente se enfadó mucho conmigo por eso”, reflexionó. “Fue uno de esos momentos en los que los 'stans' se abalanzan contra alguien. Una vez el FBI llamó a mi puerta por algo que tuiteé, y aun así… sentí más miedo cuando los Swifties vinieron por mí”. Pero la horda no fue suficiente para comprometer la lealtad de Gutowitz hacia la cantante. Ni por asomo. Unas cuantas semanas de veneno en Twitter eran lo normal, un impuesto nominal por el privilegio de exaltar a Taylor Swift.

El efecto halo es peligroso tanto para la estrella como para el fan: tiene el poder de elevar a un ser mortal tan alto del suelo que la multitud ya no puede ver su humanidad. Para entonces, la propia adoración se convierte en el objeto, y el famoso en algo más parecido a un muñeco. En los casos más graves, la obsesión llega a ser tan intensa, un gran enjambre de catarsis, que los cables entre el amor y el odio se confunden. Es como ese sentimiento de “agresión por ternura”, cuando aprietas a un gatito de peluche con tanta fuerza que se le sale la cabeza.

En 2023, tras el caótico lanzamiento de la venta de entradas para la gira de Taylor Swift en Ticketmaster, los fanes estallaron en acusaciones de traición que iban mucho más allá del acceso a los conciertos. “La gente actuaba como si las entradas fueran un derecho humano que Taylor les negaba”, escribió Amy Long en su correo electrónico. “No paraban de exigir más hasta el punto de que Taylor solo podía 'compensarles'… regalándoles entradas o tocando en acústico en sus casas… [Taylor] no es alguien que no se preocupe por sus fans, y es tan delirante pensar eso como que en realidad es tu mejor amiga”.

Casi todas las estrellas adoradas por sus fans han visto cómo de la noche a la mañana la fascinación maníaca de los seguidores pasaba de la devoción al desdén. Incluso Beyoncé, que cuida su privacidad de manera excepcional, mantiene a sus admiradores a la distancia de un escenario de proscenio y suele eludir la polémica sensacionalista, ha visto cómo sus discípulos daban un giro de 180 grados. El ardiente grupo de seguidores llamado “BeyHive” (Bey-once Hive, que suena como “beehive”, “colmena”) al parecer ansiaba echar un vistazo a la vida de su “reina sin defectos”, hasta que apareció en el programa “Good Morning America” en 2015 para anunciar que se había hecho vegana. Sus admiradores pensaron que les “bendeciría” con noticias sobre un embarazo (¿un nuevo “hermano”?) o una gira de conciertos. Cuando sus expectativas no se cumplieron, desataron un aluvión de burlas implacables, llenando de spam los comentarios de la cantante en las redes sociales con emojis de hamburguesas y patas de pollo.

Podría decirse que algunas de las dinámicas de fanatismo más venenoso de la década cayeron sobre la artista electropop inglesa Charli XCX. Una sección especialmente apasionada de la secta de fans de Charli está conformada por homosexuales blancos, cuya pasión ha llegado al acoso y la cosificación. Al tratar a su diva más como un objeto que como una persona, los “ángeles de Charli” han obligado a la cantante a firmar autógrafos y posar para fotos con objetos indecentes, como botellas de poppers (estimulantes sexuales), una ducha anal y un frasco con las cenizas de la difunta madre de un fan. Han arremetido con saña contra los éxitos de Charli que no les gustaban y la han obligado a modificar sus listas de canciones durante las giras para satisfacer sus demandas. He visto tuits en los que sus seguidores tildaban a los nuevos lanzamientos de trágicos “fracasos” y, en la misma frase, se referían a ella como su “reina”, “leyenda” y “madre”: “Hasta ahora, estos temas de Charli no me emocionan en absoluto, pero ella todavía está en mi lista de madres”.

“La lista de madres”. Las cenizas de una madre muerta. La tempestuosa vacilación entre adoración y castigo de parte de los fans de las celebrities está relacionada con la maternidad. Un estudio de mediados de la década de los dos mil halló una correlación entre el comportamiento de acoso a los famosos y el apego inseguro entre padres e hijos.

Alinearse con una persona fuerte o de apariencia atractiva siempre ha sido una estrategia de adaptación.

Un estudio similar realizado en Hong Kong analizó a 401 estudiantes chinos de secundaria e identificó que la ausencia de los padres exacerbaba las inclinaciones delos participantes hacia la adoración de los famosos. Un par de estudios realizados en 2020 y 2022 confirmaron que los jóvenes que no recibían “estresores positivos” de las actividades de la vida real o los miembros de la familia podían manifestar una fijación obsesiva hacia las figuras sustitutas de los medios de comunicación. Según este último estudio, el aislamiento temprano en la vida puede causar déficits emocionales que pueden hacer que alguien sea más propenso a centrarse en el “trauma del mundo virtual”, dividiendo a las figuras famosas entre santos inmaculados y demonios deshonrados (en la literatura psicológica, esto se llama “splitting” o “escisión”). “Es muy fácil que los traumas de la vida cotidiana nos hagan sentir como un niño huérfano de madre”, afirma el psicoterapeuta Mark Epstein. No es de extrañar, por tanto, que tantos acólitos de Taylor Swift se cuelen en la categoría “Límite patológico” del fanatismo.

Los diversos álbumes de Swift, que ofrecen no solo música nueva, sino una nueva “era” —un rico manantial de estéticas y rituales en los que empaparse (la inocencia pueblerina de su debut autotitulado, la venganza vampírica de su álbum “reputation”, la fantasía nostálgica de “folklore”)—, han construido todo un universo cinematográfico de madres. También tiene sentido que los fans queer de los ídolos pop sean a veces los más entusiastas, a menudo privados del apoyo y la aceptación paternos que necesitan.

En 2023, la periodista musical Amanda Petrusich, del New Yorker, analizó la multimillonaria gira Eras Tour de Taylor Swift. En su análisis del festejo 23 señaló que aunque la posesividad de las Swifties en Internet parece “poderosa y aterradora”, en persona adopta una forma totalmente distinta. Entre la multitud de lentejuelas y éxtasis (la sensación, no la droga), Petrusich pudo ver cómo la idea de proteger el sentimiento de solidaridad swiftie podía llevar a alguien al delirio. Escribió: “La comunidad, uno de nuestros placeres humanos más elementales, ha sido diezmada por el COVID, la política, la tecnología, el capitalismo… La actuación de Swift puede ser organizada, perfecta, pero lo que ocurre en la multitud es desordenado, salvaje, benévolo y hermoso”. Por muy divertidos que puedan ser los espacios de reunión virtuales, no son un sustituto de la realidad, y por eso las interacciones en línea entre admiradores pueden llegar a ser tan brutales y alucinantes. En un carrete de fotos que Swift publicó en Instagram desde la carretera, escribió: “Esta gira se ha convertido en toda mi personalidad”. ¿Cómo puede un fan conocer a Swift en su totalidad, y luego defenderla o castigarla en consecuencia, si es posible que ni siquiera Swift se conozca del todo a sí misma, después de tantos años de mezclar sus personalidades tanto dentro como fuera del escenario?

En 2003, una encuesta realizada a 833 adolescentes chinos reveló que los que “adoraban” a personas que conocían de verdad, como compañeros y profesores que podían hacer contribuciones tangibles a sus vidas, tenían en general mayor autoestima y rendimiento escolar. Glorificar a las estrellas del pop y a los atletas predecía lo contrario: menor confianza y menor autoestima. Este hallazgo respalda la idea de “modelo de adicción a la absorción” detrás del culto a los famosos, que sugiere que los fans buscan relaciones parasociales para compensar las carencias de su vida real, pero que, en sus intentos de establecer identidades personales a través del fanatismo, acaban perdiéndose a sí mismos. Cuando la mente moderna carece de alimento, a veces intenta amamantarse en lugares insólitos donde no hay leche. Tanto en la esfera privada como en la pública, el culto a una persona la deshumaniza. Ser objeto de devoción no es tan halagador, se corre el riesgo de aniquilar el margen de complejidad y error de una persona, y esto predispone a todos al sufrimiento. [...]

Algunos admiradores sienten una profunda cercanía con sus ídolos y creen que ellos también los quieren.

Article Name:¿Eres mi madre, Taylor Swift?
Publication:Noticias
Author:Por AMANDA MONTELL*

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