Marc Augé "Nuestra vida está reducida a la agenda"

El célebre antropólogo francés, creador del concepto de "no lugar", habla de su nuevo libro, Futuro, que Adriana Hidalgo publicará la semana próxima, y afirma que la única manera de escapar del puro presente empobrecedor en el que vivimos consiste en volver a hacer el esfuerzo de educar y educarse.

Por Luisa Corradini  | LA NACION
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Viernes 31 de agosto de 2012


"Nuestra vida está reducida a la agenda"

Aunque sea una verdad de Perogrullo, ¿cómo resistir la tentación de escribir que Marc Augé es uno de los últimos monstruos sagrados que quedan en Francia? A los 77 años, considerado uno de los más célebres etnólogos y antropólogos del mundo, es el perfecto ejemplo de esa generación de eruditos y pensadores humanistas formados por la universidad francesa hasta mediados del siglo XX. De esos que, en la actualidad, apenas se pueden contar con los dedos de una mano.

Marc Augé nació en la ciudad de Poitiers en 1935. Desde entonces y hasta convertirse en un jubilado cautivador e hiperactivo, el autor de libros de referencia como Hacia una antropología de los mundos contemporáneos (1994), Los no lugares. Espacios del anonimato (1992) o El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro (1986), pareciera haber vivido varias vidas. Desde las lagunas del sur de Costa de Marfil hasta el Jardín de Luxemburgo, de Togo al metro de París, del paganismo al hipermodernismo, Marc Augé inventó una singular antropología de los mundos africanos y contemporáneos.

Nacido en una familia de militares, se interesó en la descolonización, pero también en las ciencias de la información y la comunicación. Con el tiempo, terminó transformándose en el mejor observador de lo que él mismo llamó "sobremodernidad". Una situación social marcada por el exceso: tiempo, velocidad, movimientos y consumo.

Ex alumno de la Escuela Normal Superior de París, especialista en literatura clásica, doctor en Literatura y Ciencias Humanas, Augé fue profesor, director y presidente de la prestigiosa Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales, dirigió un sinnúmero de investigaciones en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas (CNRS), escribió cerca de 40 libros y no dejó nunca -pero realmente jamás- de reflexionar sobre los temas más inesperados que tienen al hombre como protagonista. Adonde vaya, este etnólogo fuera de lo común es capaz de descubrir la característica oculta, la zona de sombra o de humanidad de los objetos que estudia. Como la mayoría de sus condiscípulos, Augé comenzó su carrera estudiando distintas etnias en lejanos países africanos. Fue allí donde desarrolló el concepto de "ideo-lógica", que definió como la lógica interna de las representaciones que toda sociedad produce de sí misma para sí misma.

 Según Augé, la sociedad está devastada por una profunda crisis financiera. ´Los jóvenes temen no conseguir un trabajo para sobrevivir, son incapaces de proyectarse´, dice. Foto: PHILIPPE MATSAS / OPALE / DACHARY
A mediados de la década de 1980, diversificó sus campos de observación. Viajó por América latina (Venezuela, Bolivia, la Argentina y Chile) y estudió las realidades del mundo contemporáneo a través de su medio ambiente más inmediato (en Francia, Italia o España) y mediante sus producciones más "lejanas", sobre todo artísticas, como la fotografía, el cine, la pintura, la arquitectura y la literatura. Utilizando los mismos métodos que había desarrollado en sus estudios africanos, Augé decidió fijar su atención en el habitante de una gran metrópoli contemporánea como París. Analizó su profunda soledad, paradójicamente provocada por la expansión de las tecnologías de la comunicación, y terminó acuñando dos nuevos términos: "sobremodernidad" y "no lugar".

Augé sitúa el mundo actual en lo que denomina "sobremodernidad", que se caracteriza por los no lugares (lugares de anonimato), el no tiempo (presentismo) y lo no real (virtualidad). Para él, la "sobremodernidad" se opone a la modernidad porque la época actual produce un número creciente de acontecimientos que los historiadores tienen dificultades para interpretar (se refiere en particular al derrumbe del bloque soviético, que precedió por poco tiempo la aparición de su célebre libro Non-lieux ); por una superabundancia espacial, que corresponde tanto a la posibilidad de desplazarse rápidamente y por todas partes como a la omnipresencia, en cada hogar, de imágenes del mundo entero a través de la televisión; y por la voluntad de cada uno de interpretar por sí mismo las informaciones de que dispone, en vez de apoyarse -como sucedía antes- en el grupo.

Augé acuñó el concepto de "no lugar" para referirse a los espacios de tránsito con poca o relativa importancia para ser considerados "lugares". "Son considerados antropológicos los lugares históricos o vitales, así como aquéllos en los que nos relacionamos. Un no lugar es una autopista, una habitación de hotel, un aeropuerto, un subte o un supermercado... Carece de la configuración de los espacios, es circunstancial, casi exclusivamente definido por el pasar de los individuos", precisa.

Hace poco, por pedido de un editor italiano, publicó en ese idioma (y no en francés) su último opus: Futuro . En ese libro, que acaba de ser traducido al español y estará en las librerías argentinas esta semana, examina la sociedad del "presente permanente" en la que vivimos; una sociedad devastada por una profunda crisis financiera que induce a mirar el futuro como una incógnita que aterroriza y paraliza.

"En esta sociedad, los jóvenes temen no conseguir un trabajo para sobrevivir, son incapaces de proyectarse en el futuro y se sienten bloqueados en un permanente presente constituido sólo de precariedad. Al mismo tiempo, sus padres temen perder sus pensiones, sus seguros de desempleo, y terminar en la miseria", afirmó en la extensa entrevista que mantuvo con adn cultura en París.

Eterno optimista, en Futuro Marc Augé intenta, sin embargo, ofrecer una perspectiva nueva, que permita a la gente reapropiarse de un tiempo que pueda ser vivido y no temido.

-En este libro usted habla de "dictadura del presente" y de "miedo al futuro". Afirma que el tiempo se ha vuelto circular, como una suerte de inmovilismo que impide al hombre ver la salida?

-Mi abuelo no pudo estudiar, pero era un hombre inteligente e invirtió en la educación de sus hijos. Mi padre era empleado público y quiso que yo fuera un intelectual. En mí vio sus sueños realizados. Todo eso fue posible gracias a la escuela pública, a la educación para todos. Pero hoy eso se terminó. La escuela ya no puede luchar contra la desigualdad: el cuerpo social está cada vez más inmóvil, la gente se queda encerrada en sus barrios, sus escuelas, sus familias, como si fueran una suerte de casta premoderna.

-¿Y el miedo al futuro provoca una parálisis en el presente?

-El hombre actual vive en una especie de hipertrofia del presente, amplificado por los medios de comunicación. En cierto sentido, como sucedía en las sociedades primitivas y el mundo rural, nuestro tiempo ha dejado de ser lineal para volverse circular: actualmente nuestro tiempo está determinado por las temporadas deportivas, los ciclos escolares, los periodos de elecciones? Nuestra vida está reducida a la agenda.

-En otras palabras, lo contrario del tiempo histórico. ¿Podríamos hablar de un "no tiempo"?

-Sí. Es lo contrario de un estado de evolución. Lo contrario de lo que se podría pensar de una civilización tecnológica que se dirige en forma permanente hacia la innovación. Somos prisioneros de una especie de retorno permanente a los ritmos fijados por la televisión o las finanzas globales. Hoy el hombre vive mucho más tiempo, pero comienza a vivir más tarde. Tomemos el ejemplo de la Revolución Francesa: fue hecha por gente que apenas tenía 20 años; jóvenes que cambiaron el curso de la historia. Paradójicamente, una vida más corta obligaba a madurar más rápidamente.


"Estamos aprendiendo a cambiar el mundo antes de imaginarlo", reflexiona Augé. Foto: PHILIPPE MATSAS / OPALE / DACHARY
-Según afirma, ésa es la característica típica de una sociedad que abolió los ritos iniciáticos.

-Así es. Sin esas etapas iniciáticas de la vida, es muy difícil construir un porvenir.

-¿Un porvenir o un futuro? Para usted, no son lo mismo.

-No, no lo son, en efecto. Si bien esas dos palabras no significan lo mismo en francés, italiano o español, el porvenir es un concepto bastante miope que tendemos a proyectar sobre una colectividad determinada (¿qué porvenir dejaremos a nuestros hijos? o ¿cuál es el porvenir de la ciencia?). Por el contrario, el futuro es la vida que se vive individualmente. El futuro es inmediato, tiene una relación con lo evidente; el porvenir es incierto, es motivo de dudas. El futuro puede provocar esperanza o temor (¿qué puedo esperar de mi vida en los próximos dos años?).

-Pero también se podría decir que futuro y porvenir son dos expresiones de la solidaridad esencial que une a un individuo con la sociedad.

-Seguramente. Un individuo totalmente solo es inimaginable. Tan insoportable como un futuro sin porvenir. En sentido inverso, el hecho de subordinar un individuo a las normas colectivas y su vida futura al porvenir de un grupo es típico del totalitarismo.

-En el fondo, lo que es válido para el porvenir es también válido pa ra la felicidad.

-La democracia no tiene como fin último la felicidad de todos, sino crear para todos las condiciones de posibilidad de la felicidad, eliminando las causas más evidentes de infelicidad. Un porvenir deseable para todos es aquél en el cual cada uno pueda administrar libremente su tiempo y dar un sentido a su futuro individualizando el propio porvenir.

-Pero volviendo a la sociedad actual, otra de sus paradojas es que todo va tan rápido que, en pleno inmovilismo, la globalización terminó por canibalizar hasta el espacio para imponer el tiempo como unidad de medida.

-Por difícil que parezca, así es. El hombre contemporáneo ha dejado de hablar de distancia para referirse al "tiempo de recorrido": tres horas de vuelo, cuatro horas de ruta. Y nuestros puntos de referencia han dejado de ser nacionales para volverse globales. Ahora hablamos de ciudades y no de países: "Nueva York, Buenos Aires, París?". Ese conjunto forma una nueva geografía, una inédita territorialidad virtual. En ese sentido, la tecnología y la economía son más veloces y mucho más poderosas que la política. El capitalismo financiero logró lo que no pudo hacer el internacionalismo socialista. Las finanzas transformaron el universalismo en "globalismo", en economía multinacional. Por eso las desigualdades aumentaron a pesar del ingreso de nuevos protagonistas en la escena histórica.

-¿Es por eso que afirma que la política se encuentra reducida a una simple gobernanza, a la simple gestión del consumo y los servicios públicos?

-El problema es que se trata de una idea de la política propia del fin de la historia. Vivimos sometidos a un modelo de libre mercado y de democracia que, al mundializarse, se transforma en pensamiento único: sólo queda la posibilidad de asegurar el buen funcionamiento del mercado. Estamos ante el último acto del ocaso de las grandes narraciones filosóficas, políticas y nacionales en el que Jean-François Lyotard identifica el espíritu de la posmodernidad.

-Y para salir de ese ocaso usted apela a un "existencialismo político".

-Sí, porque para avanzar los políticos deberían escapar tanto al esencialismo de los sistemas como a un pragmatismo sin principios. Deberían, como los existencialistas, admitir que la existencia precede la esencia y, como los científicos, aprender a formular hipótesis para ponerlas a prueba. La hipótesis es la síntesis de la duda y de la esperanza. Ambas son necesarias.

-Pero entonces, ¿cuál es la solución? ¿O todo está perdido?

-Yo soy un optimista y creo que, a pesar de las apariencias, no todo está perdido. En este mismo momento, la ciencia y la tecnología hacen progresos extraordinarios. La gente está convencida de que, para crear un mundo nuevo, primero hay que imaginarlo. Pero no es así: las grandes invenciones que revolucionan actualmente la vida, desde la píldora anticonceptiva hasta Internet, no nacieron de la imaginación política o de alguna otra utopía.

-En otras palabras, la ciencia y la tecnología no necesitan grandes narraciones.

-Exactamente. Sólo hay que esperar las consecuencias de los descubrimientos científicos. Diría que estamos aprendiendo a cambiar el mundo antes de imaginarlo. Como si fuéramos existencialistas pragmáticos. Y de esto precisamente podría nacer la fe en el porvenir. Pero, para conseguirlo, debemos apropiarnos primero de nuestro futuro.

-¿Es decir?

-Asumir plenamente el desafío del conocimiento. Creo que allí reside el secreto de la felicidad de los hombres y de la sociedad. Para llegar a ese estado existen dos prioridades absolutas: potenciar de inmediato la instrucción pública y esforzarse en alcanzar la absoluta igualdad de sexos.

-Usted se define como un optimista. Sin embargo, cuando habla de la única posibilidad de salvación del hombre usa la expresión "utopía de la educación", lo que no parece demasiado optimista.

¿Y por qué no se podría creer en una utopía? Yo sé bien que la dirección actual que toman los diferentes sistemas educativos no va en el sentido de reducir las desigualdades. Por el momento nos dirigimos hacia una sociedad de clases planetaria, dividida entre aquellos que tendrán acceso al saber y al poder, aquellos que sólo serán consumidores y aquellos que estarán excluidos tanto del saber como del poder. Pero, por ejemplo, ¿cuántos niños se necesitan en una clase para que un profesor pueda enseñarles a todos en óptimas condiciones? ¿Quince? ¿Y por qué no pretender que algún día los gobiernos acepten esa idea, aun cuando cueste fortunas? Es una utopía. Pero no es imposible.

-En otras palabras, el mundo se salvará gracias a la escuela y la mujer. ¿Es por eso que en su libro hace el elogio del pecado original?

-Fue gracias a Eva que el hombre comió el fruto del árbol del conocimiento y se transformó en hombre. Ése fue el comienzo de nuestra historia y, si queremos que exista un porvenir, debemos seguir comiendo de ese fruto. Dividiendo la manzana en partes iguales.

-Al final de su vida, Claude Lévi-Strauss solía decir que, comparado con el mundo que había conocido, detestaba el actual. Con derroteros similares, usted no parece haber dejado de querer el mundo.

-Es verdad, pero yo soy definitivamente un moderno. Veo el mundo como los pensadores del siglo XVIII. Creo en el progreso y en la evolución. Estoy convencido de que la historia no ha terminado, que el individuo es la medida de todo y que es capaz de desmontar, con su sola existencia, el carácter ineluctable de la ley del silencio, la evidencia mediatizada y la resignación consumista.

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