La bañera de Hitler por MaríaVázquez
Theodore Miller era un ingeniero y empresario de mente y costumbres liberales que residía en Poughkeepsie (Nueva York). Estaba casado con Frances, enfermera y mujer de ideas conservadoras. Ambos tuvieron tres hijos: dos chicos y una chica, que fueron educados según el modelo paterno de pensamiento liberal. Theodore era un gran aficionado a la fotografía y no dudó en hacer partícipes a sus hijos de las técnicas y recursos necesarios para obtener bellas imágenes. Sobre todo se centró en Elisabeth, su única y hermosa hija, a la que no dudó en hacer posar de modelo desde la más tierna infancia.
Elisabeth Miller (1907-1977) tenía una belleza especial, casi angélica. Sus grandes ojos azules transmitían fortaleza y fragilidad a partes iguales y eso la hacía irresistible. Para desesperación y frustración de su madre compartía juegos con sus hermanos, dejando de lado las muñecas. Su comportamiento desinhibido y natural le granjeaba simpatías inmediatas. Elisabeth era una niña absolutamente libre y feliz hasta que, a los ocho años, fue violada por un marino sueco que estaba de paso en la casa de una familia amiga. Por si la violación no hubiera sido lo suficientemente traumática, su principal consecuencia fue el contagio de la gonorrea y las terribles curas a las que fue sometida por su madre durante años. La obsesión de Frances por la enfermedad de su hija fue tal que durante mucho tiempo esterilizaba cualquier objeto que la niña tocase en la casa. Los psiquiatras que atendieron a Elisabeth advirtieron de que la experiencia podía predisponerla en contra del sexo y del género másculino y su padre decidió tomar cartas en el asunto y levantar el ánimo de su hija haciéndola posar de nuevo para sus fotos pero, esta vez, desnuda.
Elisabeth Miller (1907-1977) tenía una belleza especial, casi angélica. Sus grandes ojos azules transmitían fortaleza y fragilidad a partes iguales y eso la hacía irresistible. Para desesperación y frustración de su madre compartía juegos con sus hermanos, dejando de lado las muñecas. Su comportamiento desinhibido y natural le granjeaba simpatías inmediatas. Elisabeth era una niña absolutamente libre y feliz hasta que, a los ocho años, fue violada por un marino sueco que estaba de paso en la casa de una familia amiga. Por si la violación no hubiera sido lo suficientemente traumática, su principal consecuencia fue el contagio de la gonorrea y las terribles curas a las que fue sometida por su madre durante años. La obsesión de Frances por la enfermedad de su hija fue tal que durante mucho tiempo esterilizaba cualquier objeto que la niña tocase en la casa. Los psiquiatras que atendieron a Elisabeth advirtieron de que la experiencia podía predisponerla en contra del sexo y del género másculino y su padre decidió tomar cartas en el asunto y levantar el ánimo de su hija haciéndola posar de nuevo para sus fotos pero, esta vez, desnuda.
Quizá el método de Theodore Miller para acabar con los fantasmas de su hija no pueda considerarse del todo ortodoxo. Incluso en alguna ocasión se sugirió que la agresión sufrida por Elisabeth había partido de alguien más cercano a la familia que aquel desconocido marinero sueco al que nunca se denunció ni del que nada se supo. Pero la propia Elisabeth nunca aclaró nada sobre ello. Ni siquiera al final de su vida.
Cruzar una calle atestada de tráfico en Nueva York siempre es arriesgado pero en el caso de la joven Miller fue el hecho que le cambió la vida. Mientras esperaba en la acera para cruzar vio asombrada cómo se detenía un gran coche, se abría la portezuela y desde el interior un hombre elegante se dirigía a ella con las palabras mágicas “¿Le interesaría trabajar como modelo?”. El hombre era Condé Montrose Nast, fundador de la revistaVogue. El año, 1927. La joven aceptó y, con apenas 20 años, Lee Miller (porque a partir de ahora sería conocida así) se convirtió en una de las modelos más cotizadas de Estados Unidos.
Durante dos años copó portadas y reportajes de moda en las publicaciones de Condé Nast. Eso le permitió ganar el suficiente dinero como para no depender de la familia e instalarse a vivir en Nueva York. Con apenas 22 años era una de las bellezas más buscadas para la fotografía de moda y la publicidad. Y entonces su imagen se utilizó para el anuncio de las compresas Kotex y todo cambió.
Aunque parezca difícil de creer hoy en día, protagonizar este anuncio supuso el fin de la carrera como modelo de Lee Miller. La menstruación era un tema tabú todavía y la imagen de mujer segura y liberada que pretendía transmitir el producto entraba en contradicción con la mentalidad conservadora del público norteamericano. La imagen de Lee se vio dañada y dejaron de ofrecerle trabajo como modelo. Quizá cualquier otra persona se hubiera hundido pero Miller enseguida supo sacarle partido a la situación. Decidió hacer realidad su sueño de dedicarse a las artes, no importaba cual. Una decisión que había tomado cuando tenía apenas 10 años y su madre la había llevado a ver una representación de la última gira teatral de Sarah Bernhard. Los años como modelo simplemente habían retrasado ese sueño y, además, le habían servido para aprender muchos aspectos sobre la fotografía, iluminación y composición. Y para ganar el dinero necesario para emprender un nuevo camino.
Ese nuevo camino le llevó a París, al estudio del pintor y fotógrafo surrealista Man Ray. Ni corta ni perezosa se ofreció como discípula (aunque el artista no admitía alumnos). Las negativas de Man Ray fueron haciéndose cada vez más y más débiles hasta que Lee se convirtió en su ayudante, su modelo, su musa y su amante.
Lee se convirtió en un icono del París de las vanguardias: su desinhibición (más de una vez recorrió las calles de la ciudad conduciendo un descapotable en top less) y su belleza atraían a los artistas del círculo de Man Ray. Sus pechos pequeños y perfectos incluso sirvieron de molde para una copa de champagne que, inevitablemente, se puso enseguida de moda. Fue retratada por Pablo Picasso y solicitada por Jean Cocteau como actriz para una de sus películas y eso desató los celos de Man Ray que, a pesar de clamar públicamente por el amor libre -en la línea de los artistas de vanguardia-, no estaba muy de acuerdo en que Lee lo llevase a la práctica. Además, la alumna estaba superando al maestro, innovando y probando nuevas técnicas (la solarización, técnica atribuida a Man Ray, es probablemente fruto de los ensayos y errores de Lee) realizando retratos a sus círculos de amistades que enseguida despertaron admiración.
La actitud de Man Ray asfixió a Lee, que decidió abandonarlo y regresar a Estados Unidos donde abrió un estudio de fotografía especializado en retratos y publicidad en Nueva York, con su hermano Erik de ayudante. Entre 1932 y 1934 desarrolló su profesión con gran éxito, incluso expuso en una galería de la ciudad. Y, entonces, decidió otra vez que aquel camino no era el suyo.
Lee había alcanzado la independencia económica y el reconocimiento profesional por segunda vez (la primera había sido como modelo) pero no dudó en cerrar el estudio cuando decidió casarse con el millonario egipcio Aziz Eloui Bey y trasladarse a vivir a El Cairo. Con 27 años se lanzó a descubrir los paisajes norteafricanos y, aunque su producción fotográfica de estos años no es muy abundante, realizó algunas de sus mejores obras.
Durante tres años Lee recorrió el país, asistió a fiestas y llevó una vida lujosa. Pero eso también acabó por hastiarle. Aunque su marido tenía una mentalidad occidental y ella era libre de moverse y hacer lo que quisiera, a su alrededor el mundo giraba a otro ritmo, mucho más tradicional y ancestral. Así que decidió separarse (amistosamente, eso sí) de Aziz y regresar a París. Allí conoció a un pintor surrealista inglés llamado Roland Penrose. Se hicieron amantes y, poco después, Lee se trasladó con él a Inglaterra.
El comienzo de la II Guerra Mundial cogió a Lee viviendo en Londres. Durante dos años sufrió en carnes propias el blitz alemán sobre la ciudad. El conflicto despertó en ella el interés por informar acerca de lo que estaba sucediendo en Europa e intentó conseguir la acreditación como corresponsal de guerra para algún medio británico, pero ninguno se la concedió. Tuvo que esperar a 1942, cuando Estados Unidos entró en la contienda, para que Vogue la nombrara corresponsal en Europa. Enseguida formó equipo con un joven periodista, enviado por la revista LIFE, David E. Sherman y juntos recorrieron la Europa devastada a medida que las tropas aliadas se adentraban en el territorio tras el desembarco de Normandía.
Las mujeres no podían acceder a la primera línea de fuego, y las corresponsales de prensa no eran una excepción. Sin embargo, un error en la demarcación de las zonas pacificadas permitió a Lee adentrarse con las tropas americanas en Francia apenas un mes después del Dia D. Y eso le permitió ser testigo del asedio de Saint-Malo y del primer uso del napalm como arma de guerra.
Aquí comenzó la carrera de horrores que pudo presenciar Lee a lo largo de casi dos años de peregrinaje por la Europa devastada: por ejemplo, las terribles heridas de los soldados, como el de la imagen anterior, que bromeó con su aspecto mientras ella le fotografiaba y que murió pocos días después. Pero también los niños muertos por bombardeos; los oficiales nazis y sus familias suicidados; los supervivientes de los campos de concentración; las ejecuciones sumarias; el hambre, las heridas, el invierno inclemente y la constatación de que el pueblo alemán había mirado hacia otro lado mientras la población judía era masacrada. Lee captó todo ello con su cámara, pero también lo cargó en su corazón.
Quizá lo que más le afectó fue estar presente para documentar la liberación de los campos de concentración de Buchenwald y Dachau. En esta página se puede acceder al archivo de la mayor parte de las imágenes que realizó en esos lugares, algunas de extrema dureza, pero en su mayoría impregnadas de una poesía que las hace mínimamente soportables.
Lee no comprendía cómo la población alemana había permitido que ocurriera aquella barbarie. Le resultaba imposible aceptar que los trenes llenos a rebosar de prisioneros y moribundos atravesaran poblaciones sin que nadie pareciera percatarse de su destino. Quizá por ello no tuvo piedad al retratar el pánico de los torturadores al ser derrotados.
Estando en Munich le asignaron como residencia los apartamentos que habían pertenecido a Adolf Hitler. Y lo primero que hizo fue meterse en la bañera que había pertenecido al causante de todo aquel infierno para dejar allí “el polvo y la muerte de Dachau y Buchenwald”.
Lee continuó recorriendo parte de Europa tras el fin de la guerra, asistiendo a acontecimientos históricos y reflejándolos con su cámara, como el fusilamiento del primer ministro de Hungría, simpatizante de los nazis.
Las imágenes que Lee Miller hizo sobre la liberación de Dachau eran tan estremecedoras que la edición británica de Vogue se negó a publicarlas, aunque sí se publicaron en Estados Unidos. Temerosa de que calificaran sus fotografías de propaganda antialemana, Lee adjuntó un mensaje a su reportaje: “Les ruego que crean que esto es verdad”.
La vuelta a casa tras el trabajo de guerra no fue fácil. Empezó a mostrar síntomas de estrés post-traumático, lo que le llevó a sufrir depresiones cada vez más frecuentes y a alcoholizarse. Además, Vogue ya no le pedía reportajes arriesgados sino meras crónicas de sociedad. En 1947, cuando había cumplido ya 40 años, descubrió que estaba embarazada. Decidió divorciarse de su marido egipcio (sólo estaban separados) y casarse con Roland Penrose. Se establecieron en una casa en East Sussex donde recibían a otros artistas como el escultor Henry Moore o el pintor Jean Dubuffet. Su marido, que en realidad era un artista menor dentro del Surrealismo, se aplicó a escribir biografías sobre Pablo Picasso o Antoni Tàpies que fueron ilustradas con las fotografías de Lee. Poco a poco dejó de fotografiar pero sustituyó el cuarto oscuro por los fogones. Incapaz de estar inactiva, comenzó a investigar sobre cocina: preparaba platos exquisitos para sus invitados e, incluso, llegó a entrevistarse con los chefs más afamados de Europa para compartir secretos culinarios.
Lee Miller nunca se preocupó de promocionarse: ni cuando era modelo; ni cuando entró en el circulo del arte de vanguardia parisino; ni cuando fue fotógrafa de guerra; ni cuando se convirtió en una experta cocinera. Tras su muerte, en 1977, su hijo Antony descubrió miles de fotografías, negativos y hojas de contactos que contaban la historia del siglo XX. Fue él el impulsor de la publicación de sus archivos y escribió una biografía, incompleta pero de las pocas existentes sobre Lee, que tituló Las vidas de Lee Miller.
La existencia de Lee Miller es fascinante, pero no envidiable. Nadie puede envidiar una infancia violada o ser testigo de los horrores del nazismo en primera persona. Su vida fue una búsqueda continua de respuestas a través de la belleza, el arte, la fotografía o la cocina. Respuestas que le hicieran comprender el por qué de determinados comportamientos del ser humano. Claves que intentó reflejar en sus obras, directas, expuestas, inmisericordes pero que mantienen un lejano eco de inocencia infantil.
Quizá a la única conclusión a la que llegó es que, por muy lujosa que sea una bañera, no hay agua suficiente en el mundo que lave el horror al que puede llegar el hombre.
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