La escopeta, cuento de Enrique Wernicke

Soy un hombre corrido. He vivido la mar de aventuras. Pero nada de cuanto he visto y oído tiene comparación con el terrible caso que voy a contar. Este suceso, en cierta forma, cambio mi carácter. Deje de ser desaprensivo. Me torné receloso y timorato. Es que hoy me sobrecoge el secreto que rodea nuestra existencia y temo hasta la presencia de las cosas inertes.
Yo tenía un compadre a quien quería muchísimo. Desde niños anduvimos juntos. Los mismos gustos, las mismas diversiones, la misma estatura y el mismo tronco. Éramos dos amigos inseparables, de esos que alegran la existencia y los boliches.
Era una costumbre de años que cada fin de semana saliéramos a cazar.
¡Qué alegría! iPum, pum, pum! Unos cuantos tiros, una docena de perdices en la  bolsa y vuelta a casita a festejar la jornada.
Yo no soy de muy buena puntería porque tengo los ojos nublados. Pero Rodolfo... iQue hombre! ¡Nunca le vi errar un tiro!
Rodolfo tenía una notable escopeta. La verdad es que resultaba un tanto pesada. Los gatillos eran muy curiosos y picaban los cartuchos con la furia de un loro. La culata (no he visto otra igual) estaba llena de firuletes y me hacía pensar, vaya a saber por qué, en la coquetería demodée de una señora un poco pasada en años.
Pero en armas, la cuestión es saber usarlas. Y Rodolfo, con esa escopeta, habría ganado cualquier concurso de tiro.
Para los amigos, Rodolfo y su escopeta eran una sola cosa, algo así como la palmera y su sombra, o el romance del Cid y su tremenda espada. Por eso nos extrañamos tanto cuando un día nos vino con el cuento de que iba a comprar una nueva escopeta.
Parece ser que, cuando llevo a limpiar su escopeta a lo del gringo Pascuali, había visto un arma recién llegada de Checoslovaquia. Yo no he visto esa joya pero dicen que era maravillosa. Rodolfo, que tenía buen ojo, quedó deleitado. La tomó en sus manos, estudió sus líneas, y con todo entusiasmo comenzó a piropearla de lo lindo.
¡Delante de su vieja escopeta! ¡Como si fuera una basura!

Cuando llego el fin de semana, salimos a cazar. Rodolfo llenó su bolsa con perdices coloradas y de lejos me gritó que se volvía al rancho de don Simón. Ensaye algún otro tiro, y luego nos juntamos en la cocina de campo. Recuerdo que no había terminado de tomar un primer mate cuando me sorprendieron estas palabras crueles:
— ¡Si vieras, Raúl! iQué escopeta la del gringo!
Y me describió el arma con lujo de detalles. Parecía un enamorado rememorando un encuentro.
¡Delante de su propia escopeta! ¡Como si fuera una basura!
Creo que los hechos pudieron haberse detenido en aquel molesto incidente. Pero Rodolfo era un empecinado y cuando se le cruzaba un capricho no había quien to atajara.
Así sucedieron las cosas.
Llegó otro fin de semana y volvimos a cazar. Era un día precioso. El cielo transparente, el campo como dormido. Las perdices estaban de fiesta y cruzaban el aire sin advertir el peligro.
Cuando paramos el auto en la tranquera de don Simón, Rodolfo sacó su escopeta del estuche. Simultáneamente, me mostró unos papeles.
— ¡Mirá, Raul! ¡Mirá!
Y me alargó un prospecto ilustrado donde se describían las excelencias del arma checoslovaca.
No supe que decir… ¡Delante de la escopeta que descansaba en el asiento del auto!
Nos fuimos a cazar.
Por suerte, no fui testigo. Todo me lo contó otro amigo que iba con nosotros.
Rodolfo buscó el rastrojo de maíz. Y apenas había dado unos pasos cuando su perro levantó la cola. ¡Pum!
Rodolfo había tirado. ¡Y le erró! ¡Por primera vez en su vida! ¡Erró! El perro, que era un excelente animal, se quedó como idiotizado y luego salió corriendo para volver con unas pajas en la boca. ¡De no creerlo!
Caminaron veinte metros más y salió otra perdiz. ¡Pum! Tiró Rodolfo. ¡Y erró!
Rodolfo estaba asombrado.
— ¡Bah! ¡Bah! —dijo por fin, y siguió andando.
Le contamos seis tiros a Rodolfo. Y los seis tiros erró. Y entonces se puso hecho una furia. Abrió la escopeta, tironeó de los gatillos, cambió cartuchos con el compañero y, mientras soltaba los más terribles insultos, se aprestó para una nueva perdiz.
Salió una martineta. Y Rodolfo erró.
Fue un momento espantoso. Nuestro compañero no atinaba a decir nada.
El perro perdió los ánimos y se volvió a las casas. Rodolfo maldecía a la escopeta y la revoleaba como un garrote.
Y a tanto llegó su rabia que, olvidando que era todo un hombre, acostumbrado a manejar armas desde chiquito, clavó la culata en el barro y miró dentro del caño.
¡Imprudente!
¡En cuanto la escopeta le vio el ojo, le soltó dos tiros terribles!
Y lo mató.
Sí, mis amigos, lo mató.

Enrique Wernicke.

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