22 julio, 2023

Candomblé y Umbanda en El péndulo de Foucault de Umberto Eco cap.26

El péndulo de Foucault (Fragmento)
(Sobre el conde de Saint Germain)
Todas las tradiciones de la Tierra deben verse como tradiciones de una tradiciónmadre y fundamental que, desde el origen, fuera entregada al hombre culpable y a 
sus primeros retoños. 
(Louis-Claude de Saint Martin, De l'espirit des choses, Paris, Laran, 1800, II, “De 
l'esprit des traditions en général”) 
Y vi Salvador, Salvador da Bahía de Todos os Santos, la “Roma negra”, y sus trescientas 
sesenta y cinco iglesias, que se yerguen sobre el filo de las colinas o se reclinan por la 
bahía, y donde se rinde culto a los dioses del panteón africano. 
Amparo conocía a un artista naif que pintaba grandes cuadros sobre madera rebosantes 
de imágenes bíblicas y apocalípticas, luminosos como una miniatura medieval, con 
elementos coptos y bizantinos. Era marxista, por supuesto, hablaba de la revolución 
inminente, pasaba los días soñando en las sacristías del santuario de Nosso Senhor do 
Bomfim, triunfo del horror vacui, imbricada de exvotos que colgaban desde el techo e 
incrustaban las paredes, un collage místico de corazones de plata, prótesis de madera, 
piernas, brazos, imágenes de milagrosos salvamentos en medio de relampagueantes 
borrascas, trombas marinas, maelstrom. Nos llevó a la sacristía de otra iglesia, llena de 
grandes muebles con fragancia de jacaranda. 
--¿A quién representa aquel cuadro --preguntó Amparo al sacristán--, a San Jorge? 
El sacristán nos echó una mirada de complicidad: 
--Le llaman San Jorge, y es mejor llamarle así porque, si no, el párroco se enfada, pero 
es Oxossi. 
El pintor nos hizo visitar durante dos días naves y claustros protegidos por portadas 
decoradas como fuentes de plata ya ennegrecidas y gastadas. 
Nos acompañaban fámulos rugosos y claudicantes, las sacristías estaban enfermas de 
oro y peltre, de macizas cómodas, de marcos preciados. En vitrinas de cristal a lo largo 
de las paredes, imágenes entronizadas de santos en tamaño natural, chorreando sangre, 
con las llagas abiertas rociadas de gotas de rubí, Cristos retorcidos por el sufrimiento con 
piernas rojas por la hemorragia. En un centellear de oro tardo barroco, vi ángeles de 
rostro etrusco, grifos románicos y sirenas orientales asomando entre los capiteles. 
Iba recorriendo calles antiguas, encantado por aquellos nombres que parecian canciones, 
Rua da Agonía, Avenida dos Amores, Travessa de Chico Diabo... Había llegado a 
Salvador en la época en que el gobierno, o quien actuara en su nombre, estaba saneando 
la ciudad vieja para barrer los millares de burdeles que había en ella, pero aún estaban a 
medio camino. 
Al pie de aquellas iglesias, desiertas y leprosas, entumecidas por su propio fasto, aún se 
extendían callejuelas malolientes donde pululaban prostitutas negras de quince años, 
viejas vendedoras de dulces africanos, acurrucadas sobre las aceras, con sus hornillos 
encendidos, enjambres de chulos que bailaban entre regueros de aguas inmundas al son 
del transistor del bar de al lado. Los antiguos palacios de los colonizadores, coronados de 
escudos ya ilegibles, se habían convertido en casas públicas. 
Al tercer día fuimos con nuestro guía hasta el bar de un hotel de la ciudad alta, en la parte 
ya rehabilitada, en una calle llena de tiendas de anticuarios de lujo. Tenía que 
encontrarse con un señor italiano, según nos dijo, que se disponía a comprar, y sin 
discutir el precio, un cuadro suyo de tres metros por dos, donde nutridas escuadras 
angélicas estaban librando la batalla final contra las otras legiones. 
Así fue como conocimos al señor Aglie. Correctamente vestido con un traje cruzado gris 
perla, a pesar del calor, gafas con montura de oro, sobre rostro rosado, cabellos 
plateados. Besó la mano de Amparo, como si no conociese otra manera de saludar a una 
dama, y pidió Champagne. El pintor tenía que marcharse, Aglie le entregó un fajo de 
travellers checks, le dijo que le enviase el cuadro al hotel. Nos quedamos conversando, 
Aglie hablaba correctamente el portugués, pero como alguien que lo hubiese aprendido 
en Lisboa, lo que le daba aún más el tono de un caballero de otros tiempos. Quiso saber 
quiénes éramos, hizo algunas reflexiones sobre el posible origen ginebrino de mi nombre, 
se interesó por la historia familiar de Amparo, pero quién sabe cómo, ya había inferido 
que la cepa era de Recife. En cuanto a sus origenes, no dijo nada concreto: 
--Soy como la gente de estas tierras --dijo--, en mis genes se han ido acumulando 
innumerables razas... El nombre es italiano, de una vieja posesión de un antepasado. Si, 
quizá noble, pero a quién le interesan esas cosas en nuestra época. Estoy en Brasil por 
curiosidad. Me apasionan todas las formas de la Tradición. 
Tenía una buena biblioteca de ciencias religiosas, en Milán, me dijo, donde residía desde 
hacia unos años. 
--Venga a verme cuando regrese, tengo muchas cosas interesantes, desde los ritos 
afrobrasileños hasta los cultos de Isis en el bajo imperio. 
--Me encantan los cultos de Isis --dijo Amparo, que a menudo por orgullo amaba fingirse 
frívola--. Supongo que usted sabe todo sobre los cultos de Isis. 
Aglie respondió con modestia. 
--Sólo lo poco que he visto. 
Amparo trató de recuperar terreno: 
--¿No era hace dos mil años? 
--No soy tan joven como usted --sonrió Aglie. 
--Como Cagliostro --bromeé--. ¿No fue él quien cierta vez al pasar por delante de un 
crucifijo dejó que le oyeran susurrar a su criado: “Ya le dije a ese judío que se anduviese 
con cuidado aquella noche, pero no quiso escucharme”? 
Aglie se puso rígido, temí que la broma hubiera resultado demasiado pesada. Iba a 
pedirle disculpas, pero nuestro anfitrión me interrumpió con una sonrisa conciliadora. 
--Cagliostro era un intrigante, puesto que se sabe muy bien cuándo y dónde nació, y ni 
siquiera fue capaz de vivir muchos años. Puro alarde. 
--No me extraña. 
--Cagliostro era un intrigante --repitió Aglie--, pero eso no significa que no hayan existido y 
no existan personajes privilegiados que han podido atravesar muchas vidas. La ciencia 
moderna sabe tan poco sobre el proceso de senescencia que no es inconcebible que la 
mortalidad sea sencillamente el resultado de una mala educación. Cagliostro era un 
intrigante, pero el conde de Saint-Germain no, y cuando decía que algunos de sus 
secretos químicos los había aprendido de los antiguos egipcios quizá no estaba 
alardeando. Sólo que, como cuando mencionaba esos episodios nadie le creía, por 
cortesía para con sus interlocutores fingía que estaba bromeando. 
--Pero usted finge que está bromeando para probarnos que dice la verdad --dijo Amparo. 
--Veo que además de guapa es usted extraordinariamente perspicaz --dijo Aglie--. Pero le 
suplico que no me crea. Si me apareciese en el polvoriento resplandor de mis siglos, su 
belleza se marchitaría de golpe, y eso es algo que yo jamás podría perdonarme. 

Amparo estaba fascinada y sentí un atisbo de celos. Desvié la conversación hacia las
iglesias, hacia el San Jorge-Oxossi que habíamos visto. Aglie dijo que era absolutamente
imprescindible que asistiésemos a un candomblé.
--No vayan a sitios donde les pidan dinero. Los sitios auténticos son aquellos donde se
recibe sin pedir nada a cambio, ni siquiera que se crea.
Que se asista con respeto, eso si, con la misma tolerancia de todas sus creencias por las
que ellos admiten incluso el descreimiento. Hay apis o maes-de-santo que parecen recién
salidos de la cabaña del tio Tom, pero tienen la cultura de un teólogo de la Universidad
Gregoriana.
Amparo puso una mano sobre la de Aglie.
--¡Llévenos! --dijo--. Hace años estuve en una tenda de umbanda, pero tengo recuerdos
confusos, sólo me ha quedado el sentimiento de una gran turbación...
Aglie parecía inquieto por el contacto, pero no se sustrajo. Sólo, como le vería hacer
después en momentos de reflexión, con la otra mano extrajo de un bolsillo del chaleco
una cajita de oro y plata, quizá una tabaquera o una cajita para píldoras, con un gata de
adorno en la tapa. En la mesa del bar ardía una lamparilla de cera y Aglie, como por azar,
acercó la cajita a la llama. Pude ver cómo, al calor, el gata desaparecía para dejar paso a
una miniatura, finísima, de color verde azulado y oro, que representaba una pastorcilla
con una canastilla de flores. La hizo girar entre los dedos con distraída devoción, como si
desgranara un rosario. Percibió mi interés, sonrió y guardó el objeto.
--¿Turbación? No quisiera, mi dulce señora, que además de perspicaz fuese usted
exageradamente sensible. Una cualidad exquisita, cuando va asociada con la gracia y la
inteligencia, pero peligrosa para quien va a ciertos sitios sin saber qué busca ni qué
encontrar ... Y por otra parte, no me confunda el umbanda con el candomblé. Este último
es totalmente autóctono, afrobrasileño, como suele decirse, mientras que aquél es una
flor bastante tardía, nacida de los injertos de los ritos indígenas en la cultura esotérica
europea, con una mística que yo calificaría de templaria...
Los templarios habían vuelto a encontrarme. Le dije a Aglie que había investigado sobre
ellos. Me miró con interés.
--Curiosa coyuntura, mi joven amigo. Aquí, bajo la Cruz del Sur, encontrar a un joven
templario...
--No quisiera que me considerase un adepto...
--No faltaba más, señor Casaubon. Si supiera usted cuántos farsantes hay en este
campo.
--Lo sé, lo sé.
--Precisamente. Pero tenemos que volver a vernos antes de que se marchen.
Nos dimos cita para el día siguiente: los tres queríamos explorar el mercadillo que había
junto al puerto.
Allí nos encontramos, en efecto, a la mañana siguiente, y era un mercado del pescado,
un zoco árabe, una feria que hubiese proliferado con virulencia de cáncer, una Lourdes
invadida por las fuerzas del mal, donde los magos de la lluvia podían convivir con
capuchinos extáticos y estigmatizados, entre saquitos propiciatorios con plegarias cosidas
en el interior, manitas de piedra que representaban gestos obscenos y cuernos de coral,
crucifijos, estrellas de David, símbolos sexuales de religiones prejudaicas, hamacas,
alfombras, bolsos, esfinges, sagrados corazones, carcajes de los bororó, collares de
conchas. La mística degenerada de los conquistadores europeos se fundía con la ciencia
cualitativa de los esclavos, así como la piel de cada uno de los concurrentes contaba una
historia de genealogías perdidas.
--He aquí --dijo Aglie--, una imagen de lo que los manuales de etnología llaman
sincretismo brasileño. Una palabra muy fea, según la ciencia oficial. Pero en su sentido
más elevado el sincretismo es el reconocimiento de una única tradición, que atraviesa y
nutre todas las religiones, todos los saberes, todas las filosofías. El sabio no es aquel que
discrimina, es el que combina los jirones de luz cualquiera sea su procedencia... Y por lo
tanto, son más sabios estos esclavos, o descendientes de esclavos, que los etnólogos de
la Sorbona. ¿Me entiende, al menos usted, bella señora?
--No con la mente --dijo Amparo--. Con el útero. Perdone usted, supongo que el conde de
Saint-Germain no hablaría así. Quiero decir que he nacido en este país, de modo que
incluso lo que no conozco me habla desde alguna parte, aquí, creo...
Se tocó el seno.
--¿Qué fue lo que le dijo aquella noche el cardenal Lambertini a la dama que llevaba una
espléndida cruz de diamantes en el escote? Qué gozo morir en ese calvario. Así me
gustaría a mí escuchar esas voces. Ahora soy yo el que debe disculparse y con los dos.
Vengo de una época en que uno se habría condenado con tal de rendir homenaje a la
hermosura. Querrán estar solos. Nos mantendremos en contacto.
--Podría ser tu padre --le dije a Amparo mientras la arrastraba entre las mercancías.
--Incluso mi bisabuelo. Ha dado a entender que tenía al menos mil años. ¿Estás celoso
de la momia del faraón?
--Estoy celoso de cualquiera que logre encender una bombilla en tu cabecita.
--Qué bonito, esto si que es amar.


Un día, mientras contaba que había conocido a Poncio Pilatos en Jerusalén,
describía minuciosamente la casa del gobernador, así como los platos que había
en su mesa una noche en que había cenado allí. El cardenal de Rohan,
convencido de que eran puras invenciones, se dirigió al camarero del conde de
Saint-Germain, que era un anciano de cabellos blancos y aspecto honesto, y le
dijo: “Amigo mío, me cuesta creer lo que dice vuestro amo. Admito que sea
ventrílocuo, tampoco pondré en duda que es capaz de fabricar oro, pero que tenga
dos mil años y haya visto a Poncio Pilatos ya me parece demasiado. ¿Usted
estaba presente?” “Oh no, monseñor”, respondió ingenuamente el camarero, “no
soy tan viejo. Sólo llevo cuatrocientos años al servicio del señor conde”
(Collin de Plancy, Dictionnaire infernal, Paris, Mellier, 1844, p. 434)

En los días que siguieron, Salvador se apoderó de mi. Pasé poco tiempo en el hotel.
Hojeando el indice del libro sobre los Rosacruces encontré una referencia al conde de
Saint-Germain. Vaya, vaya, me dije, tout se tient.
De él había escrito Voltaire que “c'est un homme qui ne meurt jamais et qui sait tout”, pero
Federico de Prusia le respondió que “c'est un comte pour rire”. Horace Walpole decía que
era un italiano, o español, o polaco, que había amasado una gran fortuna en México y
luego había huido a Constantinopla, con las joyas de su mujer. Los datos más fiables
acerca de él se desprenden de las memorias de madame de Hausset, dame de chambre
de la Pompadour (una buena garantía, observaba Amparo, intolerante).
Se había valido de varios nombres, Surmont en Bruselas, Welldone en Leipzig, marqués
de Aymar, de Bedmar o de Belmar, conde Soltikoff. Detenido en Londres en 1745, donde
brillaba como músico tocando el violín y el clavicémbalo en los-salones; tres años
después, en Paris, ofrece sus servicios a Luis XV como experto en tinturas, a cambio de
una estancia en el castillo de Chambord. El rey le encomienda misiones diplomáticas en
Holanda, donde comete algún desaguisado y vuelve a huir a Londres. En 1762 le
encontramos en Rusia, después nuevamente en Bélgica. Allí le encuentra Casanova, que
cuenta cómo transformó una moneda en oro. En 1776 está en la corte de Federico II, a
quien propone varios proyectos químicos, ocho años después muere en Schleswig, en
tierras del landgrave de Hesse, donde estaba instalando una fábrica de colores.
Nada extraordinario, la típica carrera del aventurero del siglo XVIII, con menos amores
que Casanova y estafas menos teatrales que las de Cagliostro. En el fondo, salvo unos
pocos percances, goza de cierto crédito entre los poderosos, a quienes les promete las
maravillas de la alquimia, pero con un toque industrial. Sólo que alrededor de él, y sin
duda alimentado por él, va cobrando forma el rumor de su inmortalidad. En los salones se
le oye mencionar con desenvoltura acontecimientos remotos, presentándose como un
testigo ocular, y cultiva su leyenda con gracia, casi a escondidas.
Mi libro citaba también un pasaje de Cog, de Giovanni Papini, donde se describe un
encuentro nocturno, en la cubierta de un trasatlántico, con el conde de Saint-Germain:
abrumado por su pasado milenario, por los recuerdos que atestan su memoria, con
acentos de desesperación que hacen pensar en Funes, “el memorioso” de Borges, salvo
que el texto de Papini era de 1930. “No supongáis que nuestra suerte sea digna de
envidia”, dice el conde a Gog. “Al cabo de un par de siglos, un tedio incurable se apodera
de los desgraciados inmortales. El mundo es monótono, los hombres no aprenden nada y
vuelven a caer, cada generación, en los mismos errores y horrores, los acontecimientos
no se repiten pero se asemejan... se acaban las novedades, las sorpresas, las revelaciones. Puedo confesároslo, ahora que sólo el Mar Rojo nos escucha: mi inmortalidad se me ha vuelto aburrida. La Tierra ya no tiene secretos para mí y ya no tengo esperanzas en mis semejantes.”
--Curioso personaje --observé--. Es evidente que nuestro Aglie juega a personificarlo.
Caballero maduro, algo lánguido, con dinero que gastar, tiempo libre para viajar, y una
propensión a lo sobrenatural.
--Un reaccionario coherente, que tiene el valor de ser decadente. En el fondo prefiero a
uno como él que a los burgueses democráticos --dijo Amparo.
--Mucho Women power, y después caes en éxtasis por un besamanos.
--Así nos habéis educado, durante siglos. Dejad que nos liberemos poco a poco. No he
dicho que quiera casarme con él.
--Menos mal.
La semana siguiente me telefoneó Aglie. Aquella noche seriamos recibidos en un terreiro
de candomblé. No podríamos participar en el rito, porque la lalorix desconfiaba de los
turistas, pero estaba dispuesta a recibirnos personalmente antes de la ceremonia y nos
mostraría el ambiente.
Vino a recogernos en coche y condujo a través de las favelas, al otro lado de la colina. El
edificio frente al cual nos detuvimos tenía un aspecto humilde, como de nave industrial,
pero en la entrada un viejo negro nos recibió purificándonos con sahumerios. más
adelante, en un jardincillo pelado, encontramos una especie de enorme cesta, hecha con
grandes hojas de palmera, en la que se veían algunos manjares tribales, las comidas de
santo.
En el interior encontramos una gran sala con las paredes recubiertas de cuadros, del tipo
de los exvotos, máscaras africanas. Aglie nos explicó la disposición del mobiliario: al
fondo los bancos para los no iniciados, al lado el estrado para los instrumentos, y las
sillas para los Oga.
--Son personas distinguidas, no necesariamente creyentes pero respetuosas del culto.
Aquí en Bahía el gran Jorge Amado es Oga en un terreiro. Fue elegido por Lansa, señora
de la guerra y de los vientos...
--Pero, ¿de dónde proceden estas divinidades? --pregunté.
--Es una historia compleja. En primer lugar, hay una rama sudanesa que se impone en el
norte desde los comienzos de la esclavitud, y de esta cepa procede el candomblé de los
orixás, es decir de las divinidades africanas. En los Estados del sur está la influencia de
los grupos bantúes y a partir de ahí se desencadenan todo tipo de conmistiones. Mientras
que los cultos del norte permanecen fieles a las religiones africanas originarias, en el sur
la macumba primitiva evoluciona hacia la umbanda, que sufre el influjo del catolicismo, el
kardecismo y el ocultismo europeo...
--De modo que esta noche los templarios no tienen nada que ver.
--Los templarios eran una metáfora. De todas maneras, esta noche no tienen nada que
ver. Pero el sincretismo tiene una mecánica muy sutil. ¿Ha observado, en la entrada,
cerca de las comidas de santo, una estatuilla de hierro, una especie de diablillo con
horcón, a cuyo pie se veían algunas ofrendas votivas? Es el Exu, poderosísimo en el
umbanda, pero no en el candomblé. Y sin embargo, también el candomblé le rinde
honores, le considera un espíritu mensajero, una suerte de Mercurio degenerado. En el
umbanda, el Exu posee a los fieles, aquí no. No obstante, se le trata con benevolencia,
nunca se sabe. Mire allá, en la pared...--Me indicó la estatua policromada de un indio
desnudo y la de un viejo esclavo negro vestido de blanco, sentado fumando la pipa--: Son
un caboclo y un preto velho, espíritus de los difuntos, que en los ritos umbanda tienen
mucha importancia. ¿Qué hacen aquí? Se les honra, no son utilizados, porque el
candomblé sólo establece relaciones con los orixás africanos, pero no por eso reniega de
ellos.
--Pero, ¿qué queda en común, de todas estas iglesias?
--Digamos que todos los cultos afrobrasileños se caracterizan por el hecho de que,
durante el rito, los iniciados son poseidos, como en trance, por un ser superior. En el
candomblé son los orixás, en el umbanda son los espíritus de los difuntos...
--Me había olvidado de mi país y de mi raza --dijo Amparo--. Dios mio, un poco de Europa
y un poco de materialismo histórico me habían hecho olvidar todo, y sin embargo estas
historias me las contaba mi abuela...
--¿Un poco de materialismo histórico? --sonrió Aglie--. Creo que he oído hablar de eso.
Un culto apocalíptico practicado en Tréveris, ¿no?
Apreté el brazo de Amparo.
--No pasarán, querida.
--Jesús --murmuró ella.


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