Estampas - Viaje de Buenos Aires a Potosí (Andrews)
La distancia de Buenos Aires a Córdoba es poco más de quinientas millas (ciento setenta y tres leguas). Las primeras cien forman una llanura muerta pero interesante por lo novedosa para el viajero. Contiene aquí y allá algunos pantanos, inconvenientes para que los pase un carruaje pesado. Las postas, a distancia de cuatro a ocho leguas entre sí, aseguran al viajero mudas de caballos, menos cuando los indios arrean con habitantes y ganados, en las postas que no están zanjeadas.
Cuando llegamos al primer río, llamado Saladillo, noté la acción del fuego sobre sus orillas en época remota. La sólida marga del cauce está mezclada con conchas calcinadas. Pasando Barrancas, el viajero, seis leguas más adelante, llega al Fraile Muerto, donde comienza la subida. Las postas son regulares y la mirada se alivia de la penosa y negra uniformidad de las pampas. El follaje del monte alegra los ojos. La naturaleza aumenta en belleza a medida que continúa la ascensión y se presenta un variado y rico espectáculo. Pronto cambia esta variada perspectiva en denso matorral que se mantiene casi todo el camino hasta Córdoba, salvo en la vecindad del río Tercero y de otros arroyos que lo interceptan.
En el paso de Ferreira, cuando bajamos la cuesta, se nos previno de alguna dificultad o peligro con un grito, en no ordinario tono de voz. Los muchachos gauchos sujetaron al momento; y cuando bajamos la ventanilla para inquirir de dónde procedía el grito, se introdujo en el carruaje la cabeza de un negro de dimensiones gigantescas y repugnante fealdad. En este lugar solitario, era imposible que las recientes atrocidades de los indios no acudieran a la mente con tal aparición. Era imposible conservar aplomo ante el horrible semblante que nos había sorprendido. Nunca había visto cara humana tan gigantesca y horrible, excepto entre los salvajes de regiones inexplorables de Papúa o Nueva Guinea, cuando aúllan sus alaridos terribles. Por primera vez creí en el Calibán de Shakespeare, hecho carne y clavándome los ojos en la cara. El africano montaba una mula, completamente desnudo. Sus ojos eran negros y feroces, cubiertos de cejas horriblemente pobladas, y a causa del aguardiente fuerte que había estado sorbiendo, literalmente llameaban en las órbitas. Sus fosas dilatadas, que parecían constituir toda la nariz que poseía, estaban bien cerca de ser sepultadas en una cueva, atrás del labio superior. Su boca era enormemente grande y la expresión de sus facciones diabólica. Sus dientes delanteros, por accidente o a propósito, habían sido arrancados y los sonidos que salían eran profundos y huecos. Su estatura era colosal: un Hércules perfecto en fuerza; bien proporcionado y lindamente formado con excepción de las piernas, que presentaban el defecto común en este país, de ser estevadas. Al principio fue difícil comprender lo que quería, tan furioso y ensordecedor era el ruido que hacía; pero por fin comprendimos que, como el río que teníamos por delante era correntoso y estaba crecido, había venido a ofrecernos su ayuda para vadearlo. No obstante esto, sus gestos y vociferaciones parecían de maniático; y cuando arrimó el hombro a las ruedas, su simple esfuerzo parecía más eficaz para hacerlas mover que el rebenque y el espolear de todos nuestros peones. En la mitad del río nos plantamos y se hizo necesario aliviar el vehículo del equipaje. El cauce de la corriente era inclinado, y se agregaron caballos para tirar el carruaje, por indicación de nuestro Carente, cuyos esfuerzos fueron bien aplicados en la ocasión. Con un tirón uniforme la máquina salió de su situación, y en seguida, en nuestras tentativas por avanzar oblicuamente, la llevamos a lo hondo, y tomada en ángulo por la corriente, la tumbó y la llevó tranquilamente a la orilla opuesta. La ropa blanca, almohadones y todo lo de dentro se empaparon completamente.
Mientras nos disponíamos para seguir adelante, el negro trató de divertirnos con varias bufonerías bastante raras y desagradables, y en retorno a la gratificación que se le dió por sus servicios, y estimulado por una invitación de aguardiente en jarro de plata, pidió a mi compañero que aceptase su muía de regalo, uno de los animales más lindos que nunca he visto. Se puede formar idea de la monstruosa capacidad bucal de este sujeto, por el hecho de que el borde del jarro, en forma de campana, y que podía contener una pinta, entró fácilmente en el orificio de sus labios, en los que desapareció la circunferencia del jarro. Su fuerza y agilidad pueden juzgarse por su fama en la plaza de toros en Córdoba, donde, según oímos después, frecuentemente cansaba los toros más bravos saltándoles al lomo y quedando tan firmemente sentado, que, siendo en vano todos los esfuerzos del animal furioso para deshacerse de la carga, por fin se desplomaba cansado debajo del hercúleo jinete.
Las comodidades del camino mejoraron cuando nos acercábamos a Córdoba. Me indicaron el sitio donde estaban los restos de Liniers. Después de cruzar el río Segundo, a diez y seis leguas de Córdoba, nos detuvimos en la estancia de un amigo de mi compañero de viaje, cuyo aspecto y hospitalidad me trajeron a la memoria lo que se dice de nuestros barones feudales. Sus criados eran tan numerosos y obedientes como fueron los de aquéllos, pero probablemente mucho menos feroces. Nos alojamos cómodamente por la noche y, encontrándonos aquí totalmente libres de nuestros perseverantes insectos enemigos, disfrutamos un reposo reparador.
En la mañana siguiente nos levantamos temprano para prepararnos a entrar en Córdoba, ciudad de la que obtuvimos pronto una linda vista desde una altura dominante. Cuando todavía nos hallábamos sobre la colina que domina a Córdoba, en el camino de Buenos Aires, y mientras admirábamos el hermoso aspecto que presentaba, nos estorbó una tropa numerosa de carretas que ocupamos no corto tiempo en pasar. Estos vehículos pesados y toscos se han descrito con tanta frecuencia que sería inútil insistir aquí sobre su construcción. Volvían vacíos de Salta y Jujuy, lugares en que por último descargan las mercancías conducidas desde Buenos Aires y proporcionan medios de viajar por precio módico a los habitantes de las ciudades y pueblos del camino que no pueden soportar los gastos de viajar con caballos de posta. Conté alrededor de ciento treinta personas acomodadas así, principalmente mujeres aptas para servicio doméstico.
JOSÉ ANDREWS.
(Viaje de Buenos Aires a Potosí, etc. Traducción de Carlos A. Aldao, Bs. As., 1920, pág. 27).
Fuente Libro Estampas del pasado, J.L.Busaniche)
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