La tapera de bruno - fragmento*

LA TAPERA DE BRUNO

Cuando don Manuel terminó su relato, ya reinaban las sombras, todo era oscuridad.
Dame fuego, me dijo, yo estaba absorto en mis pensamientos y no le oí.
Dame fuego -me repitió- mirándome fijo, como extrañado por mi silencio.
Saqué la caja y se la dí, cruzó las riendas entre los dedos, ahuecó la mano para que no se apagara el fósforo, e inclinándose un poco y haciendo sonar los labios, chupó fuertemente un cigarrillo de hojas cuyo resplandor iluminó el sulky.
Mientras tanto divagaba yo y no podía entender el porqué de tanta tragedia.
¿De qué barro nos habrá hecho Dios, me preguntaba, cuándo el hombre pierde los estribos, cuando se obnubila su razón, se vuelve feroz y sangriento, mucho más que la más feroz y sanguinaria de las bestias de la selva? Porque éstas matan y se gozan en la sangre cuando tienen hambre o se las persigue, pero el hombre, ¿por qué?
El malacara seguía trotando y sus cascos sonaban en el suelo duro y las ruedas del sulky campaneaban acompasadas, despertando el silencio de la noche, lanzó el tero su clarinada de guerra en el bañado y la lechuza nos miró alerta desde el palo del alambrado, saludando con su cara redonda, sus ojos saltados y su chillido estridente.
Se festejaba aquel 5 de junio de 1939 la fiesta del Corpus.
Nos habíamos quedado en Nogoyá hasta después de la procesión, a la hora indicada, don Manuel Casasa llegó en su sulky a mi casa para regresar al campo. El malacara, un hermoso animal con una gran mancha blanca que bajaba de la frente hasta las narices, entre las varas estaba inquieto, pateaba nervioso, largaba violentos resoplidos y tironeaba las riendas como pidiendo leguas, y vaya si tenía que recorrer unas cuantas, doce eran las que nos aguardaban hasta llegar al límite de Crucecitas Tercera con Octava, a lo Facello -que así le decían- porque por los años 30 y antes, los hermanos Felipe, Ernesto y Pocho habían tenido una gran casa de negocio. Tiempos aquellos en que caían los montes bajo el hacha, y de madrugada se oía, como un grito a la vida y al coraje, el golpearse la boca los hacheros antes de comenzar la faena, luego se escuchaba el crujiente gemido del algarrobo y del ñandubay que se entregaban a los brazos de esos hombres que nos dejaron los campos limpios para que el arado preparara el pan caliente. Todavía queda la casa, una edificación de ladrillos grandes asentados en cal, con un salón al frente donde funcionaba el negocio, un galpón de cinco metros de altura, con tacos cuadrados de madera en el piso, donde se almacenaban los cereales de la zona, y también de cuando en cuando estaba desocupado para realizar algún baile de la escuela.
Montamos el sulky que dio unos cuantos saltitos en el desparejo y salimos velozmente. No hay cosa más linda para el hombre campero que el caballo cuando vuelve a la querencia; no hay necesidad del látigo, con solo hacerle repiquetear las riendas sobre las ancas y nada más.
Pasamos por la alameda, hoy destruida, pero en aquel tiempo un lujo para la vista, los álamos en hileras y enhiestas susurrando su adiós en el aleteo de sus hojas lujuriantes apenas mecidas por el viento. Sonaron cóncavos los cascos del malacara sobre el puente, y las ruedas lanzaron como un sollozo en el asfalto; cruzamos las achiras bastante poceado el camino que nos hacía saltar en el asiento, doblamos en el tanque de Mihura buscando la loma de Pusineri, llegamos al sauce que tenía por descanso el almacén de don Reinaldo, junto al puente bastante derruido por los carros cargados y por los años y continuamos el viaje dejando a los costados los paraisales de Mihura. Subimos la Cumbre donde está la carnicería de Camejo, y habríamos andado unos mil metros más o menos, cuando alcancé a divisar a la derecha del camino, entre tupidos eucaliptos que semejaban un brochazo de oscuridad en la noche, una tenue lucecita, que se avivaba, que se apagaba, como jugando con el viento.
Quise conocer a fondo a mi compañero de viaje y cómo tomaría lo que le iba a decir; ¿será alguna luz mala -le pregunté- que se ve allí entre los árboles? Don Manuel, criollo de pura cepa, con el cabello y los largos bigotes pincelados ya por los años, alto, enjuto, decidido a todo, dicharachero como todo hombre de nuestro campo, amigo de los amigos, capaz de jugarse entero para no dejarlos en la estacada, con el cutis cincelado por el sol, me echó una mirada profunda y sobradora, iluminó el rostro con una buena pitada, y con filosofía bien criolla, me contestó: “Podría ser que sí, podría ser que no, pero yo más bien creo que es alguna mano piadosa que la ha encendido en recuerdo de lo que pasó ahí, hace ya muchos años”.
¿De lo que pasó ahí? y no había terminado de hacer la pregunta cuando recordé de pronto aquella tragedia. Pero la pregunta ya estaba y me acomodé un poco en el asiento dispuesto a escuchar nuevamente esa historia espeluznante.
Cruzamos el puente de palma del arroyo Las Cabezas, sacudióse el sulky al caer de nuevo en el desvío del camino, el malacara resopló aventando el viento con sus narices abiertas, en la punta de un palo chirrió la lechuza coqueta y se oyó el ladrido lúgubre de los perros de la estancia de Basaldúa, mientras aspirábamos el olor húmedo y suave de la tierra arada.
"Esa es la tapera de Bruno -me dijo-. Antes había una casa de material, hoy solo queda la cocina, para recordar y hasta se han hecho gestiones para levantar allí una capilla".
"Vivía una familia, la familia de Juan Bruno, cinco personas: don Juan, Cristina su esposa, sus hijos Beto de siete años, Luisito de cinco y Roberto un criado que pasaba como de la familia, un verdadero hijo. Tan es así que cuando ellos viajaban al pueblo, él se quedaba con los chiquitos y los cuidaba como si fueran sus hermanos, no había diferencias, una familia unida y de reconocida conducta en el pago. Así es que lo que pasó, unos dicen que fue por esto, otros que por aquello, comentan también que pudo ser por celos, ya que la dueña de casa no era tan malparecida, más bien hermosa, y bastante joven, que pudo ser un ataque de locura, en fin, Dios sabrá por qué se le arremolinaron los pájaros en la cabeza a este muchacho".
"Ese día, un 15 de junio, se festejaba como hoy, la fiesta de Corpus. En aquellos años se sembraba mucho, por algo aún se le llamaba a nuestro país "el granero del mundo"; habían marchado toda la mañana con la sembradora de lino y de tarde le pasarían las rastras, hasta las tres, luego harían fiesta; dejaron los caballos en el corral para atarlos enseguida no bien terminaran la comida, que ese día era polenta con carne de cerdo y perdices".
"Muy cerca de mil metros adentro, tenía en su casa al hermano de Juan. Segundo se llamaba, y él también le había dado una mano en la siembra, y ya se habían puesto de acuerdo; que seguirían hasta las tres. Si, hasta las tres, porque según él, tenía un compromiso de tanto o más trascendencia que la siembra. En efecto, en la estancia de los Bazzana, a más o menos dos leguas, un grupo de chicas y muchachos se reunían, ¿el motivo? Ensayar el Pericón para bailarlo en el festival de la escuela de Beltramino".
"Puntualmente, esa tarde estuvieron todos como ya lo habían hecho en otras oportunidades; tomaron mate, se les sirvió a las chicas una copita de anís, y a los hombres una de caña o de ginebra, según el gusto; las chicas hablaban de sus cosas mientras miraban de reojo a los mozos entre sonrisas picarezcas, y ellos hacían otro tanto y salpicaban también la charla con alguna carrera o alguna yerra que se realizaría en el pago".
Sonó el reloj de pared, un cucú de grandes dimensiones.
Son las cuatro -dijo Juan Luis Acevedo- y Segundo no llega, es extraño, terció Tito Lalanda, conociendo el panorama sentimental del ausente.
"Él no podía fallar, le tiraban dos cosas, le gustaba mucho el baile, sí, pero mucho más una de las muchachas de la estancia a quien le andaba arrastrando el ala".
"El canto del cucú se volvió a escuchar, las cuatro y media, y ya todos se empezaron a extrañar, era uno de los últimos ensayos y Segundo no podía faltar".
"Salieron al patio mirando la loma de los Mitriani, por las dudas, pero nada; en ese momento se abre el portón que está como a cien metros de la casa y entra al galope, jinete en un petiso overo, Fito el boyerito, agitado, nervioso como con miedo, era un muchacho de unos doce años y hacía ya tiempo que trabajaba en la estancia como cuidador de ovejas, mandadero y juntador de la tropilla".
Don Manuel me miró y en ese mismo instante el malacara hizo un ovillo entre las varas y cortó como un rayo la cuneta; baquiano en todo, le tironeó las riendas con fuerza y ​​le asestó un buen chirlo para que se serenara; un chancho enorme había salido del corral de lo de Franco y atravesaba el camino: “No me hagas esto otra vez, porque a la segunda vas a ir a parar al asador”, sentenció.
Proseguimos el viaje, pero esta vez las ruedas del sulky agitaron su campaneo en el silencio, porque el flete partió como flecha buscando distancias.
“El boyerito, por ser fiesta había ido hasta su casa, no muy lejos, a cambiarse de ropa y dejarle algunos pesitos a su madre, y luego se había llegado hasta el boliche El Camaleón de Orlandi, situado a mitad de camino entre lo Bruno y lo Bazzana”.
“Tembloroso, con los ojos desencajados, llamó a Juan Luis, que era el hombre más de su confianza; con gestos y ademanes, por demás exaltados, algo le decía”.
“Rápidamente volvió Juan Luis y enderezó al caballo que tenía atado a la argolla de un palo, mientras le gritaba a Miguel: Vamos a lo Bruno, que algo pasa”.
“Sin vacilar y casi corriendo, desató Miguel su doradillo, desprendiendo la punta del cabestro y salió tras su hermano; con toda presteza, Tito también desmanteló su tordillo que altanero, caracoleó al pisarle los estribos y los siguió”.
“Pasaron la tranquera que dejaron abierta para no demorar y salieron a galope tendido. Se los vió subir la lomada de la escuela Ramírez, envueltos en la polvadera, y todos en la estancia quedaron como anonadados, sin pensar ni saber nada; llegaron al Camaleón, pero en el apuro no atinaron a mirar los caballos que estaban allí, sujetos en los palos del alambrado, porque sino hubieran conocido un oscuro que estaba allí no más, más suelto que otra cosa con las riendas colgadas de los alambres”.
Adentro estaba Roberto tomando las cañas y murmuraba con los ojos saltones, torciendo la mirada y repulsiva toda su persona, con manchas de sangre en la camisa: "Hice una m… grandota, maté a los gringos", y lo repetía como si la conciencia lo empujara a la desesperación”.
“Entre tanto, Juan Luis y sus acompañantes pasaron por lo Franco dejaron a su -178- izquierda la estancia de Bassaldúa, atronaron el puente del arroyo Las Cabezas y penetraron en el campo de don Juan”.
Iba a hacerle una pregunta a don Manuel cuando nos vino de una laguna vecina el olor repugnante del zorrino, que seguramente estaba enojado o lo habrían despedazado los perros, un olor agrio y penetrante que parecía quemar las narices, “No le mezquine la nariz, compañero, me dijo, que todos los olores tienen algo lindo”, me reí de la ocurrencia y no le contesté nada.
"Cuando llegaron los tres caballos no podían creer lo que veían, se les presentó un espectáculo horrible, macabro, mucho más de lo que podía imaginar la mente más ardiente o la imaginación más loca. Muchos vecinos ya se habían congregado y estaba presente también Jorge Solari, jefe de policía del departamento".
"Echaron pie a tierra y acudieron a abrazar a Segundo, deshecho en pena y dolor, que entre sollozos entrecortados les empezó a contar: me llamó la atención que mi hermano no enfrenara los caballos que estaban en el corral, ya eran las tres, hora de dejar de acuerdo con lo convenido, no sabía qué pensar, monté un cinchero, el que está ahí y señaló un moro grandote y todavía con sudor; había mucho silencio en la casa, pero... ¡qué diablo sucederá!? me dije, y me acerqué intrigado y alerta, y ...¡Dios mío, muchachos! lo que ví", y se echó en brazo de sus amigos para desahogarse de esa pena tan enorme, tan honda…”.
Ya habíamos cruzado la escuela "Ramírez", dimos la vuelta quedando a la derecha lo de Salgaro, y al enfrentarse a lo de Candelario, un almacén a la vera del camino, me señaló con el dedo una arboleda borroneada en la oscuridad y vencida ya, por los años y por los vientos.
"Estas casas no existían en ese tiempo, me dijo don Manuel, ahí en esa arboleda vivía el padre de Roberto, cuentan que se llegó hasta allí y le contó al pobre viejo: "Hice una m.... grandota, mate a los gringos", y sin que pudieran impedirlo se encerró en el dormitorio; unos instantes más y retumbó en el rancho un estampido, sordo, lúgubre; intuyendo algo terrible abrieron la puerta y lo encontraron sobre una manta que cubría la cama, bañada en sangre y con los últimos estertores de la muerte…".
"¿Pero... y cómo ha sucedido esto? Le preguntaron condolidos los tres aún al mismo tiempo, y Segundo con voz quebrada por la angustia prosiguió: Llegó la hora de la comida y Betito, el más grandecito: ¡Roberto a comer!, le gritó. Se sentaron a la mesa, don Juan imprudentemente dando la espalda a la puerta, ¡quién pudiera imaginar algo! y los chicos cada uno a un costado, mientras Cristina les servía la polenta olorosa y humeante. Todo era tranquilidad, comían en la cocina, el patrón saboreaba un pedazo de tocino y los pibes soplaban el bocado, en la -179- cuchara, para no quemarse; de ​​pronto cayó con fuerza demoledora sobre la cabeza de don Juan un martillo macho, grande y pesado, quiso levantarse, tambaleante y nuevamente por tres veces lo golpeó el hierro fatídico dejándolo en el suelo cubierto de sangre; corrió Cristina a ayudar a su marido y recibió en plena frente un recio martillazo y fueron dos, tres y quién sabe cuántos los que despedazaron el cráneo de la pobre mujer; gritando enloquecidos de miedo corrieron afuera los chiquitos pero el menor Luisito, quedó en la puerta derribado por el hierro asesino, engrudada su boquita y su cara con polenta, Betito quiso disparar hacia el campo pero fue alcanzado junto a un eucalipto, y deshecha y machacada su tierna cabecita. La fiera estaba suelta y la locura cegaba a ese muchacho, sacó el cuchillo de la cintura y lo hundió paseándolo por la garganta del hombre caído, se volvió a la mujer y con rabia le cortó el cuello blanco y hermoso, y como si tanta crueldad ya le hubiera paralizado el brazo, hincó apenas el cuerpito de sus hermanos de crianza. Tembloroso, convulsivo, echando espuma por la boca, corrió al dormitorio, sacó con furia y despecho las ropas de Cristina, tomó el revólver del patrón, volvió al corral, montó el oscuro que lo esperaba, ajeno a todo el drama, atado al palenque, y salió a toda rienda rumbo al boliche El Camaleón...”
Crujió ronco y grave el viejo puente de tablas del arroyo La Cruz, siempre atento don Manuel por las dudas se le asustara el de las varas, dimos vuelta en la Quinta, al recodo de lo don Pancho Velásquez, dejamos a la izquierda la luz mortecina del almacén de Alcides Monzón, y en el silencio nuestro y de la noche repercutió el ruido seco de las camas de las ruedas del sulky, mientras el malacara, lanzando nerviosos resoplidos al compás de las brazadas cadenciosas trotaba y trotaba buscando la querencia...


Victor Eduardo Granado

*fragmento del libro Mirando allá a lo lejos

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