Estampas - El gaucho y la pampa

 LA PAMPA.


Siendo el gaucho (como decíamos ayer) un hombre de silencio, de suyo taciturno, su natural mudez semi-india crecía en aquel vasto océano, verde y sin ondas, en que se pasaba la vida. Paja y cielo, y cielo y paja, y más cielo y más paja todavía; el campo se extendía desde los pajonales en la margen occidental del Paraná, hasta los pedregosos llanos de Uspallata, á trescientas leguas de distancia. 

Saliendo de San Luis de la Punta, seguía hasta Bahía Blanca, y volviendo á atravesar el Uruguay, cubría todo el suelo de esa República, la mitad por lo menos de Río Grande y, con un rodeo, encerraba las misiones, tanto del Paraná como del Paraguay. 

En todo este océano de altas yerbas, verdes en la primavera, amarillentas después, y hacia el otoño pardas como el cuero de un zapato viejo, los rasgos distintivos y característicos, eran unos mismos. 

En todas partes soplaba un viento incesante, estremeciendo y rizando las yerbas ondulantes. Esmaltaban las incontables puntas de ganado; en la cima de las lomas y en los declives de las cuchillas, veíanse bandadas de avestruces (la Alegría del Desierto, según el decir de los gauchos), y grandes manadas de ciervos de un amarillo pálido, contemplando á los viajeros que, á lo lejos, pasaban al galope. 

Por allá hacia el Sur, las liebres de Patagonia, el mataco y el quiriquincho, escurrían el bulto ú horadaban sus cuevas bajo tierra. Nunca viérase en parte alguna otro campo tal para galopar á rienda suelta y sin mesura; era aquella una pista homérica, sin duda la más amplia que haya salido de la mano del Creador, y, tal vez, aunque él lo quisiera, no podría hacer otra mejor; hacia la parte media de esa región, los armadillos y los lagartos se arrastraban en la superficie; en el norte veíanse las "isletas," de tono metálico subido, con sus montes poblados de maderas duras, y en torno, en lo alto, bandadas de guacamayos, rojos, amarillos y azules, cerniéndose como mariposas; por el norte, también abundaban los osos hormigueros (llamados tamanduás por los guaranis) y las antas, al parecer recién salidas del Arca de Noé. Los tero-teros revoloteaban por todas partes, chillando y silbando, y girando alrededor de las cabezas de los caballos. De todos los caminos y campos sembrados de maíz, partían, á todo volar, estrepitosos tropeles de cotorras bullangueras. 

En los bosques abundaban los tigres y las pumas, desde el propio Estero de Ñembucú que en más de una ocasión atravesé con el lodo y el agua hasta las cinchas del caballo-hasta los bosques eternos de hayas antárticas en Punta Arenas. 

Todos los ríos estaban poblados de nutrias, de lobos y de carpinchos con deformes dentaduras rojas, que nadaban á flor de agua, tendiéndose con la cabeza á nivel de la corriente, como nadan las focas en el mar. 

Las vizcachas horadaban sus agujeros, delante de los cuales, pequeñas lechuzas, sabihondas y solemnes, montaban la guardia como centinelas en los portales de un palacio. 

A veces, la langosta invadía la Pampa en nubes que entenebrecían el sol, devoraban las cosechas y se desvanecían en el espacio por donde habían venido. 

"¿En dónde está la manga?" era pregunta diaria en las llanuras; al oirla, hombres graves y de luengas barbas sujetaban la rienda parando sus caballos: los ponchos les colgaban lacios de los hombros, como del mástil la vela que ha perdido el viento, y señalando con dedo enjuto y moreno, manchado de tabaco, contestaban "Por allacito, en Los Porongos"; dicho esto, seguían su camino, y se perdían en la lejanía, como barcos que se han hablado en alta mar. El viento del norte llenaba el aire de menudos filamentos, como de algodón desmenuzado; el pampero rujía como si todo un "rodeo" asustado, corriera de estampida, aterrando las casas y la yerba por los suelos. En verano, el aire palpitaba de continuo con el zumbido de insectos invisibles, y en el invierno, la escarcha blanca en las mañanas, plateaba la yerba y pendía, congelada en las estacas, como allá en el Mundo Viejo en que el Rey Poeta compuso "El Cantar de los Cantares," dos mil años hace. 

Eso, todo eso, era lo que la Pampa había heredado de la naturaleza; cuando la ví por vez primera aparecía lo mismo que en la mañana del séptimo día, aquella remota Nabotea, el Entre Ríos del mundo antiguo cuando el Señor descansó, miró hacia la tierra, y halló que su obra era buena. 

Muy poco había logrado el hombre cambiarla de su aspecto: aquí y allí, un huerto de duraznos, ó la casa blanca de una estancia, ó los pajizos techos de una ranchería ó de una pulpería levantada cerca del “paso” de un gran río ó en el tope de una loma, como la de la cuchilla de Peralta á la orilla del sendero, que desde los días de la conquista, conducía serpenteando hasta el Brasil. 

Los ginetes se cruzaban, erguidos en sus recaos," arreando por delante su tropilla de caballos, y revoleando sus rebenques por encima de sus cabezas.

Al cruzarse se gritaban un saludo; si la distancia era demasiado grande, sacudían la mano levantada en señal de reconocimiento, y se hundían en la llanura, como barcos en el mar; primero desaparecía el caballo, luego el hombre, el poncho y por último el sombrero; parecía que las ondas de paja se los tragaran; de día, los ginetes mantenían los ojos fijos en el horizonte, y de noche, en alguna estrella. Si la noche les cogía en campo raso, después de manear á la yegua, ataban el caballo á una soga larga; si no encontraban ni tronco, ni hueso á la mano, hacían un nudo al extremo de la cuerda, lo enterraban pisándolo con los piés y se tendían encima. 

Fumaban uno ó dos cigarrillos, miraban de cuando en cuando á las estrellas, y al echarse á dormir tenían buen cuidado de poner la cabeza vuelta la cara hacia el rumbo que habrían de seguir, porque entre las neblinas matinales era fácil errar el camino y perder la güella deshaciendo lo andado. 

En aquel vasto océano verde, como el proverbio lo reza, "el que se pierde perece"; ¡cuántas veces, campeando algún caballo robado ó perdido, me sucedió dar con un montón de huesos, medio ocultos entre girones de ropas desgarradas! En tales casos, si uno tenía compañero, éste paraba el caballo unas veces, y otras seguía de largo; pero con seguridad, señalaba hacia el montón, diciendo: "Allí donde la yerba crece tan opulenta entre esos huesos, murió un cristiano”. 

La palabra cristiano era más bien distintivo de raza que de religión; á los indios se les llamaba "los bravos," "los infieles," ó "los tapes"; este último nombre, sobre todo, se aplicaba á los descendientes de los charrúas en la Banda Oriental ó á los indios mansos de las misiones del Norte. El traje del poncho y del chiripá, atestiguaba cuán hondamente los supradichos infieles y tapes habían estampado su huella en el lenguaje y en la vida de los gauchos. Los viejos cronistas nos dicen que estas vestimentas fueron tomadas de los infieles que ocupaban esas llanuras cuando por primera vez Don Pedro de Mendoza arribó á ellas con sus gentes, à conquistarlas para su amo y señor, y á proclamar la gloria del nombre de Aquél que, aunque nacido en un establo, es más poderoso que todos los reyes de la tierra”. En el lenguaje corriente de la Pampa, tales palabras como "bagual," "“ñandú,” “ombú," "vincha,” “tatú,” "tacuará," y "bacaray," y casi todos los nombres de las plantas, de los arbustos y de los árboles, recuerdan la influencia de los indios, los quichuas, los guaranís, los pampas, los pehuelches y los charrúas, y los demás que en un tiempo habitaron esas tierras. 

Las boleadoras, que los gauchos llamaban "las tres Marías," eran el arma característica de aquellas llanuras; con ellas los indios mataron á muchos de los soldados de Don Pedro de Mendoza durante la primera expedición cristianizante del Río de la Plata; con ellas también las bravas tropas gauchas que se levantaron al mando de Elio y de Liniers, les trituraron los cráneos á muchos ingleses luteranos-así llamados por el bueno del Dean Funes en su historia-que á las órdenes de Whitelock, habían atacado la ciudad. Sólo en la Pampa, en todo el mundo, era esta arma conocida. Ninguna de las tribus de la Pampa usaba arcos ni flechas; las bolas y también una piedra única retenida en una correhuela entretejida, llamada la bola perdida, reemplazaban con creces arcos y flechas. 

La verdad es, que fuera de la Pampa, al menos en América, no pueden usarse "las tres Marías"; en Africa y en Asia acaso si se las pueda usar. En la América del Norte, las llanuras, ó abundan en arbustos, ó están cubiertas de yerbas largas como heno, y estas condiciones militan contra el empleo de un arma que muchas veces se arroja á una vara ó dos atrás de las piernas de la presa y que saltando de rebote se enreda entre ellas entrabando todo movimiento. 

Nada más típico de la vida de hace cuarenta años en las Pampas, que el aspecto del gaucho vestido de poncho y chiripá, cogido el estribo en los dedos desnudos de los pies, retenidas las largas espuelas de hierro en su puesto con una correa de cuero, pendientes de los carcañales, el pelo encerrado en un pañuelo de seda rojo, chispeantes los ojos, el mango de plata del cuchillo salido por entre la faja y el tirador, cerca del codo derecho, sobre su "pingo" de crin tusada y cola larga extendida al viento, haciendo girar "las tres Marías" por encima de la cabeza, y corriendo como un relámpago cerro abajo á una inclinación en donde un ginete europeo hubiera considerado tal cosa como muerte segura, empeñado en bolear de entre una bandada, á un ñandú veloz, que huyera con el viento. 

Soltaban las bolas con tanta facilidad como si las guiara la voluntad y no la mano, arrojándolas por el aire; las bolas giraban sesenta ó setenta varas sobre su propio eje, las sogas se pegaban al cuello de los avestruces, contrarrestando el ímpetu centrífugo, y luego caían al suelo y entrelazándose con violencia en las piernas, daban en tierra con el pájaro gigantesco, que se desplomaba de costado. En diez ó doce brincos, el cazador llegaba al lado de la presa, saltaba del caballo al suelo con chasquido de espuelas, como si fueran grillos de hierro; maneaba su caballo, ó si la tenía confianza, soltaba las largas riendas por el suelo, seguro de que, educado en la experiencia, el caballo sabría que un pisotón en la rienda era lo mismo que un tirón de la boca, y permanecería tranquilo.

Aquí el gaucho sacaba el facón, clavándolo en el pájaro, en la parte baja del pecho, ó, á veces, tomando unas boleadoras de repuesto, llevadas ya alrededor de su propia cintura, ya debajo del "cojinillo" del "recao," le aplastaba el cráneo á su víctima; otras veces, de un solo revés del facón degollaba al avestruz, pero esto exigía un cuchillo muy pesado, de filo muy seguro, y para esgrimirlo, un brazo de fuerza excepcional. Más de una vez he visto á un gaucho, corriendo baguales, ó avestruces, en el propio momento de tirar las bolas, haciéndolas girar sobre su cabeza, hallarse con que su caballo caía en tierra con él, -echar una parada-||, y sin perder el movimiento imprimido á sus boleadoras, bolear su propio caballo, en el momento preciso en que el animal lograba incorporarse de nuevo à punto de escaparse, dejando al ginete á pie en el campo. ¡A pie en el campo!; esa era una frase de terror en las Pampas del Sur. El marino, en bote diminuto, en pleno Océano, no está en peor condición que la del que por una ó por otra causa, se encuentra á pie sin caballo, abandonado en aquel inmenso mar de yerba. Libre antes como un pájaro, ahora es tan desvalido como ese mismo pájaro con el ala rota por la bala del cazador. 

Si daba con ganado, los animales con frecuencia lo atacaban; en plena llanura su única esperanza de salvación estaba en hacerse el muerto; lo olían, y después, si él no se movía, se alejaban. Al peatón que se acercaba al rancho de algún gaucho, lo rodeaban los perros que en todos ellos abundaban, ladrando y mordiéndole las piernas, si era de día; ó le caían encima como lobos si era de noche. Los arroyos de fondo generalmente fangoso, le atajaban el camino; aunque hundiéndose hasta las cinchas, los caballos lograban atravesarlos; para el viandante á pie, sin embargo, resultaban impasables, obligándolo á vagar de arriba abajo en la orilla, hasta encontrar un paso. Si por mal de sus pecados se extraviaba, su suerte estaba echada, sobre todo en la región en que las estancias estaban á gran distancia unas de otras, en donde si lo encontraban indios merodeadores, con seguridad lo mataban, como suelen los chicos matar á los pájaros que encuentran revoloteando en su camino. Perder caballo y silla era cosa peor que hacer bancarrota, y así se la consideraba. 

Contaban que un francés, viendo á un gaucho que andaba holgazaneando, le preguntó por qué no trabajaba… "Trabajar, madre mia," replicó aquél, "¿Cómo puedo trabajar si me han dejao á pie y estoy fundido?" "Ah, ya comprendo "- agregó el francés- “Tenido Vd. negocios de comercio y le han salido mal; lo compadezco á Vd." El gaucho atónito, respondió: “¿Negocios de comercio? No, en mi vida; pero en una pulpería, algún tío como luz me robó el caballo, el recao con todo, el lazo, las bolas y un cojinillo riojano y me dejó sin un vintén". ¡Pobre hombre! ¿Cómo podía trabajar á pie y sin silla? Sin duda, antes de la conquista, los hombres. atravesaban la Pampa á pie, penosamente, necesitando años, tal vez, para ir desde el Atlántico hasta el pie de los Andes, adelantando á tientas de un río á otro río, como los primeros navegantes de cabo en cabo costeando á lo largo de las ensenadas. 

El advenimiento del caballo infundió una nueva vida en estas llanuras; la naturaleza pareció acoger gozosa la vuelta del caballo, después del largo intervalo desde el período terciario en que el caballo de ocho pies vagaba libre en las Pampas, pobladas hoy por la descendencia de las trece yeguas y de los tres caballos enteros, que Don Pedro de Mendoza dejó en pos de sí al embarcarse para España después de su primera tentativa de colonización.

En mis recuerdos vive aquel inmenso y silencioso mar de paja; cubría su superficie, en primer término, yerba corta, jugosa y dulce, que los carneros comían hasta la raíz; luego aparecían los cardos, que crecían á la altura de un hombre, formando una maraña hirsuta, por entre la cual el ganado había abierto un laberinto de sendas, luego yerbas más ásperas y poco a poco, tallos obscuros como de alambre y finalmente, se perdía toda señal de yerba donde las pampas tocaban con las pedregosas llanuras de Patagonia, hacia el Sur. Hacia el Norte, las yerbas ondulantes y trémulas crecían más escasamente, hasta que, en las misiones de los jesuitas, algunos grupos de árboles invadían las llanuras, que finalmente terminaban en los densos bosques del Paraguay. 

El silencio y la soledad eran el distintivo común del Norte y del Sur, dentro de un horizonte circunscrito á lo que un hombre podía ver desde á caballo. Muy pocas cosas había que pudieran servir de mojón ó marca para distinguir los lugares; pero, en las regiones del medio y del Sur, solía hallarse algún ombú melancólico al lado de una tapera solitaria, ó dando sombra á un rancho, á pesar del proverbio que decía: "Nunca prosperará la casa sobre cuyo techo cayó la sombra del ombú”. 

Y con razón, los antiguos quichuas bautizaron esas llanuras con un nombre que significa "espacio"; todo allá era espacioso, vasto; la tierra, el cielo, la ondulante trémula inmensidad de yerba, las innúmeras manadas de caballos y ganados; los maravillosos juegos de la luz; las tempestades furiosas y supremas, y por sobre todo el ánimo de los hombres, que se sentían libres, cara á cara con la naturaleza, bajo aquellos hondos cielos meridionales.

(Cunninghamme Graham, El Río de la Plata)



Comentarios

Entradas más populares de este blog

El Jardin Imaginario - Traducción de una vieja letra

La casa de la calle Garibaldi

Cementerio de Los Manecos