Estampas - Gerónima Casas de Duberti. Relato de una cautiva
Revista de Arqueología Histórica Argentina y Latinoamericana
Vol. 04 2010. ISSN 2344-9918
Asociación de Arqueólogos Profesionales de la República Argentina
Documentos históricos.
GERÓNIMA CASAS DE DUVERTI. A CAPTIVE'S STORY (SOUTHWESTERN BUENOS AIRES PROVINCE, SECOND HALF OF THE NINETEENTH CENTURY)
GERÓNIMA CASAS DE DUVERTI. HISTÓRIA DE UM CATIVO (SUDOESTE DA PROVÍNCIA DE BUENOS AIRES, SEGUNDA METADE DO SÉCULO XIX)
Carlos Landa
Instituto de Arqueología. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires (IDA-FFyL-UBA)
carlosglanda@gmail.com
Cómo citar este artículo:
Landa, C. (2010). Gerónima Casas de Duberti. Relato de una cautiva (Suroeste de la Provincia de Buenos Aires, segunda mitad del siglo XIX). Revista de Arqueología Histórica Argentina y Latinoamericana, 4, 195–206. Buenos Aires
GERÓNIMA CASAS DE DUVERTI. RELATO DE UNA CAUTIVA (SUROESTE DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES, SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XIX)
INTRODUCCIÓN AL DOCUMENTO
El mundo constituido por las campañas rurales del centro-sur de nuestro país -así como su historia- se erigió sobre otro mundo y otra historia: la frontera. Este espacio social, conformado por las múltiples relaciones acaecidas entre diversos grupos e individuos, fue paulatinamente devastado en aras de la expansión de un Estado nación que se consideraba a sí mismo soberano sobre estos territorios. Relatos de luchas entre indios y soldados, de conflictos, violencia, malones y contra malones, de sangre en el barro y tolderías incendiadas, abundan en las fuentes documentales historiográficas (Prado 1960 [1907]; Armaignac 1974 [1883]; Pechmann 1980 [1938]; Cornell 1995 [1864], entre tantas otras). Sin embargo, salvo algunas excepciones -en Arqueología pueden mencionarse Marcela Guerci y Mario Rodríguez (1999) y su estudio sobre la relación de la comunidad de Tapalqué con el cantón homónimo o los de Fernando Brittez (2009), sobre la memoria oral que de estos acontecimientos poseen los descendientes de sus protagonistas. Como arqueólogo he escuchado en varias ocasiones a los individuos que nuestra disciplina denomina informantes (baqueanos, paisanos, peones, capataces, vecinos de pueblos rurales, etc.) relatar que tal o cual antepasado suyo padeció la vida fortinera, fue pulpero de cruce de huellas, peleó en diversas batallas de las guerras civiles, contra los indios, o fue cautivo de éstos. Precisamente, el documento que se presentará a continuación constituye un interesante caso que evidencia cómo estas historias calaron tan hondo en estas personas que fueron difundiéndose y dejando diversas trazas entre sus descendientes.
El documento fue publicado en una serie de fotocopias que constituyen material distribuido por un centro cultural de Santos Lugares. El mismo se titula “En tiempo de malones” y esta compuesto por 3 hojas que contienen abundantes publicidades de comercios locales. Su difusión se limitó a los vecinos de la zona de esta localidad bonaerense.
Este escrito constituye una clara expresión de la memoria oral. Sofia Duran -su autora- registró sus recuerdos relacionados con los relatos de cautiverio entre grupos indígenas del suroeste de la provincia de Buenos Aires sufridos por su abuela Gerónima Casas de Duverti (Figuras 1 y 2). De la propia boca de su abuela, la pequeña Sofía (así como sus hermanos) escuchó con atención y reverencia, durante los largos veranos campestres de su niñez, las penurias y vicisitudes sufridas por la cautiva. Esta historia fue difundiéndose y ramificándose por generaciones en su familia. Sus nietos la conocen, aunque reconocen que el grado de detalle que posee el relato de su abuela se fue diluyendo y perdiendo (María Eugenia Davi, tataranieta de la cautiva, com. pers. 2006).
El documento que aquí se presenta posee implicancias que lo tornan pertinente para ser abordado desde diversas disciplinas de las Ciencias Sociales. La Historia (más específicamente la microhistoria) podría hacer foco en diversas aristas, como por ejemplo el desplazamiento de la inmigración hacia los pueblos de la antigua frontera, la movilidad y constitución de la familia rural, o bien en aspectos metodológicos que implique el debate en torno a las transcripciones de los productos de la memoria oral como fuente válida para el conocimiento histórico. La Etnohistoria hallaría información relevante para abordar las relaciones interétnicas fronterizas o el rol del cautiverio en las sociedades indígenas, entre otras cosas. La Antropología encontraría un campo fértil para poder apreciar las diversas formas de transmisión de la memoria oral. La Arqueología, finalmente, podría aprovechar la información para pensar la espacialidad de las tolderías indigenas o tratar de determinar el recorrido de la cautiva con el fin de generar expectativas arqueológicas en torno a la detección de sitios aborígenes. Estos son sólo algunos ejemplos que manifiestan la riqueza de un testimonio que atravesó generaciones y que ahora se extiendo hacia el ámbito académico en forma de escritura.
Las tachaduras que se reproducen en el texto fueron realizadas por la autora (nieta de la cautiva) sobre el original al rever su escrito. Lo resaltado en negrita constituyen agregados realizados en lápiz por la propia Durán.
EN TIEMPO DE MALONES
Sofía Duran
Capítulo 1°
Deseo, hace años, escribir lo que me fue contado por mi madre en mi infancia, en relación con el cautiverio que sufrió una de mis bisabuelas, en época de malones. Considero que ya no debo esperar más, porque ciertos nombres se me van borrando; por ejemplo no recuerdo bien los nombres de los caciques y capitanejos; prefiero no mencionarlos, a no ser precisa.
Lo cierto es que Gerónima Casas de Duverti, mi bisabuela, fue cautiva de los indios. Y volvió de la toldería. Pocos fueron los blancos -“cristianos” como los llamaban- que consiguieron escapar de su cautiverio. Por su mayor indefensión, es un mérito que lo haya conseguido una mujer.
Más de una persona, con conocimiento acerca del tema, me aconsejó que escribiera a las Municipalidades de Lobos, Azul y Nueve de Julio, porque en esas ciudades debian guardarse documentos relacionados con los malones, listas de desaparecidos y de mujeres robadas. Allí se desarrollaron malones y se levantaron fuertes. Escribí. No me contestaron.
Pero ¿qué tengo que escribir? ¿Lo que dicen los libros o lo que mi madre me contó? Tengo que escribir lo que yo se, lo que me fue transmitido oralmente.
Nací y me crié en el suroeste bonaerense, cerca del lugar donde se desarrollaron estos hechos. Los inviernos son largos, y mi madre, tal vez para que no se perdiera esta historia, prolongaba sus insomnios contándome lo que a su vez su abuela le contaba en su infancia, cuando, con un hermano, teniendo mi madre solo diez años, fue a acompañar a su abuela ya vieja, que vivía sola. Con una vida tan dura, reumática, a los 60 años, la abuela de mi madre era una anciana...
Mi bisabuela era española; su esposo (...). Ella, Gerónima Casas; él Andrés Duverti. No tengo más datos. Se deben haber conocido en el barco que los trajo de Europa, desde España una, desde Italia el otro, tal vez por 1863, año que, según lo especifica La Razón en su “Historia Viva” 1816-1966 del 7-7-1966. pág. 54, ingresaron 10408 emigrantes, quienes son desplazados enseguida hacia el interior del territorio.
Condicionados a un medio hostil, despojado de todo bien material ya que de Europa solo traían lo más indispensable y acá estaba todo por hacer, hostigados por malones, debió costarles mucho sobrevivir en estas tierras.
Teniendo en cuenta que en esa época las mujeres se casaban muy jóvenes, calculamos que mi bisabuela tendría unos 18 años y que debió contraer enlace en Buenos Aires antes de partir hacia el interior. Por lo tanto, habría nacido alrededor de 1845. su destino fue Nueve de Julio, en la Provincia de Buenos Aires. Hurgando en los libros de Historia supe que el Fortín de dicho poblado fue levantado en 1863. Si llegaron a América para esa fecha y cuando fue robada por un malón ya mi bisabuela tenia 5 hijos, es fácil calcular que debió ocurrir alrededor de 1870, año que la dinastía de los caciques Piedra produjo diez malones, llegando hasta Rosario.
El país estaba inmerso en la guerra de la Triple Alianza y descuidaba las fronteras internas que le imponían los caciques Pincén, Catriel y Calfucurá bravos guerreros que asolaban la pampa si dar tregua al huinca. Géronima Casas tendría unos 25 años.
Trataré de contar lo que me fue transmitido en mi infancia, como digo más arriba. Se sobreentiende que tratándose de una criatura de diez años como tenía entonces mi madre, su abuela le habrá contado lo que se puede decir a una niña de esa edad.
Es de imaginarse las humillaciones, violaciones y violencias que habían sufrido los huincas en los dominios de esos guerreros feroces. Ni que decir de mujeres jóvenes.
Capítulo 2°
A primera hora de la tarde, comenzaron a inquietarse los animales, los pájaros volaban en una sola dirección: el Norte. Los caballos se esforzaban por romper el corral. Los chacareros interrogaban a los pocos paisanos, nativos de la zona, todos estaban contestes en que algún malón debía andar cerca. No había más que preparar lo indispensable y, en el sulky, en chata o a caballo, dirigirse al Fuerte, para ponerse a salvo. El matrimonio Duverti más sus cinco hijos, la más pequeña una bebita de cuatro meses, fue advertido por unos algunos campesinos que abandonaran la chacra y los acompañaran.
Andrés Duverti había tenido algunos contratiempos con unos animales que habían saltado el corral y se negó a abandonar la chacra. Era hombre de carácter dificil. Así transcurrió la noche y amaneció. Pasaban los últimos vecinos en dirección al refugio seguro. Le gritaban:
-“ ¡Duverti! Vamos, que se viene la indiada!".
Mi bisabuelo no atendió los ruegos de su mujer y continuó sus tareas... Ya se sentía el movimiento de la tierra por la proximidad de la caballada al galope... Al mediodía no quedaba nada en los alrededores de Nueve de Julio ningún habitante. Todos, a excepción de la familia Duverti, habían abandonado a tiempo sus casas.
Una nube de tierra comenzó a vislumbrarse del lado del Sur. Cada vez más grande. Ya era tarde para huir.
En esos momentos, Andrés Duverti tomó conciencia (...) arriesgar la vida de su familia. Su mujer miró el corral... no quedaban caballos... solo el estrellero.
Se apuró; ayudó a su marido a atarlo al sulky, mientras le decía:
- “Llévate los niños. Con un poco de suerte llegarás al fortín. Yo me quedo con la nena. A ti, si te alcanzan, te van a matar. Es posible que a mi me perdonen la vida. Vamos. ¡ No pierdas tiempo!”
El hombre castigó el caballo y pronto se perdió en la huella, tapado por el polvo que levantaban las patas de los caballos.
Un momento más tarde, un indio se acercó al galope, se agachó y sin detener el caballo, la levantó sentándola adelante. Ella llevaba a su hijota apretada contra el pecho.
Una vez que saquearon y prendieron fuego a lo ranchos, los indios tomaron el camino del desierto, llevando alimentos, bebidas y algunos cautivos.
A algún viejo que no llegó al fortín lo mataban en el lugar donde lo encontraban. Le quitaban los botines y algún cuchillo, si lo tenía.
Tan pronto como el pueblo quedó atrás, el indio le arranco la hija de los brazos, la recostó sobre los pajonales, sacó el cuchillo y la abrió en cruz, dejándola para alimento de los caranchos. Todo a la vista de la madre que, ante tanta crueldad, gritaba desesperada.... El indio le dijo:
- “Huinca no gritando. Huinca callando. Indio queriéndola....”
Esta escena marcaría para siempre a mi antigua ascendiente. Sus deseos de venganza se entremezclaban con el miedo.
Capítulo 3°
La vida en la toldería transcurría en forma dura, miserable, cruel. Allí vio iniquidades inimaginables, propias de una raza salvaje, hecha a coraje y a ignorancia, adecuada al medio, de creencias incompatibles con las del blanco. Pero el blanco no hizo nada por atraerlos, enseñarles, respetar los tratados. Entonces los hicieron más desconfiados. Los “huincas” los perseguían, los mataban, ellos respondieron de igual forma... (.)
Conoció en la toldería a muchos cautivos de ambos sexos. Entre ellos se encontraba una mujer joven, llamada como ella, Gerónima, que no podía mantenerse en pie; siempre estaba sentada en el suelo, o se arrastraba sin apoyar los pies. Los indios no dejaban que los cautivos establecieran contacto entre ellos. No obstante, se hicieron amigas y fue asi que la pobre cautiva contó a mi bisabuela que un año atrás, cuando los nativos salieron a saquear, en un malón, la toldería quedó desguarnecida. Sólo quedaron las indias con los niños y los viejos. Y en el campo, haciendo ronda, vigilaban algunos indios bomberos. Uno de los capitanejos tenía dos caballos veloces y bien amansados. En uno, se fue con sus guerreros. El otro quedó de reserva.
Una noche, la cautiva salió sigilosamente de su toldo, robó el caballo y tomó en dirección al Norte. Al principio, con el caballo del bozal; luego lo monto y lamentablemente al día siguiente, a plena luz del día, un indio bombero la vio pasar. Su intento fracasó y, para que escarmentara, le desollaron la planta de los pies. Cuando mi bisabuela llegó a la toldería aun tenía muy débil la dermis.
Géronima Casas comenzó a infundirle fe con la secreta intención de convencerla para escaparse juntas, cuando se presentara la oportunidad. Entretanto, rezaban el trisagio, oración que, decía Gerónima Casas, era milagrosa. En ello cifraba sus esperanzas de ver nuevamente a sus hijitos.
Entre tanto, los meses pasaban, entre los preparativos de nuevos malones, que los indios llevaban a cabo, y las diversiones que luego hacían, festejando sus triunfos y bebiéndose todo el alcohol que habían robado.
Una de las ceremonias más bárbaras que recordaba, era la del “gualichu”. Bastaba con que cualquier habitante de la toldería dijera que había soñado que otro tenia “gualichu”, para que se prepararan dispusieran a quitarle el maleficio. Se preparaba una especie de cancha de bochas, con el piso bien parejo, en un extremo se apilaba leña, para hacer una gran fogata. Todos los indios montaban sus caballos, presta la lanza. Entre jinete y jinete no se dejaba espacio. A la persona que tenía “gualichu” se le hacia correr de un extremo a otro de la pista, hasta que se caia rendida por el cansancio, agotada, exhausta. Lógicamente, por más que corriera, nada le iba a salir del cuerpo. Ellos esperaban que, así, a la carrera se desprendiera “gualichu”; ese sería el momento de matarlo a lanzazsos.
Decía Gerónima Casas que nunca vio salir nada del cuerpo de esos desdichados. Entonces lo tomaban entre cuatro y lo tiraban en medio de la hoguera. En ese momento miraban todos, atentamente, porque creían que “gualichu”, antes de morir quemado, abandonaría el cuerpo del poseído. Nada de eso ocurría, y la victima moría en la hoguera pira.
Generalmente comían carne de yeguarizo. Lo mataban, lo abrían a lo largo y le extraían las vísceras. En esa especie de batea con sangre, las indias hundian sus largos cabellos; ansiaban ser rubias, como las cautivas.
Capítulo 4°
En sus malones, los indios recogían y llevaban a la toldería cuanto diario y papel escrito encontraban. Luego, lo hacían leer por un cautivo. Para oirlo, debía sentarse en el suelo y todos los indios se sentaban en rueda, atentos a la lectura.
El mismo papel lo hacían leer con otro cautivo, y estaban atentos a cualquier variante. Impuestos los cautivos de la desconfianza de los indios, tenían mucho cuidado en la lectura, para no sufrir castigos corporales. Así se enteraban los aborígenes que se comentaba en Buenos Aires, que se programaba para combatirlos, que planes tenia el gobierno, si se proyectaba levantar nuevos fortines y donde, si eran fieles a los tratados en vigencia; en fin, se interesaban por todo aquello que les quitaba sus posesiones en beneficio del blanco.
Mi bisabuela era lectora permanente. Le decían “Gerolila”. Parecía que no pidan pronunciar bien su nombre.
- Gerolila, hablar con papel. Y le alcanzaban el diario.
El tiempo pasaba. Su amiga Gerónima se recuperaba totalmente de las heridas de los pies. Cada vez que mi bisabuela le hablaba de la fuga, aquélla lloraba recordado su frustrado intento.
Estaban casi desnudas, sin calzado, lavándose malamente, sub-alimentadas, con piojos, Los cautivos pasaban las horas mateando, cuando había algo de yerba. Comentaban los preparativos del próximo malón. Muchos huincas acompañaban a los malones, obligados por los indios; los que fueron cautivos en su infancia iban naturalmente. Mas de uno que fue robado durante su niñez, al ver el poblado de los blancos, su raza, trataba de escabullirse entre la confusión de la lucha y el saqueo. Y lo consiguió , quedándose escondido, ayudado por la circunstancia. Como nunca faltaba algún malón, que los que tenían deuda pendiente c/ la justicia, para evitar ser condenado, huyera huya a refugiarse en el desierto y se enteraban. Por sus dichos, los indios se enteraban, de las novedades ocurridas en las poblaciones que se internaban, como una cuña, en el desierto.
Los aborígenes tenían un extraordinario conocimiento del caballo, al que amansaban con mucha paciencia. Cada indio era dueño de su caballo, que montaba con orgullo. Era un afecto mutuo. Pasaba largas horas junto al animal, enseñándole a trotar, a correr al galope y detenerse de golpe, a permanecer inmóvil durante horas, así como obedecer a su sola orden. De esa forma el indio podía permanecer sobre el lomo de su cabalgadura durante horas, avizorando detrás de las dunas, algún posible avance de las tropas, que percibía por el polvo que se elevaba, sabia el indio cuantos soldados avanzaban. O sea, cuantos huincas o cristianos, como ellos los denominaban, venían en dirección a los dominios del salvaje (según decían los blancos).
Gerónima Casas observaba la vida de la toldería, sus costumbres, sus flaquezas, las posibilidades que podrían presentársele para escapar de la barbarie y la muerte. Sabía que bebían con exceso, las indias también; y en ese estado se acostaban, por lo que no era fácil que se despertaran en pocas horas. Aprendió a distinguir las estrellas, a guiarse por la Cruz del Sur; no ignoraba que los indios jóvenes integraban los malones y que solo quedaban las mujeres, los niños y los ancianos; que en la inmensidad del desierto vigilaban los indios bomberos. Por todo eso no era fácil escapar. Había que contar con muchos imponderables. Sobre todo, saber callar. La única que estaba en el secreto, era su amiga Gerónima.
Capitulo 5°
Habían pasado más de seis meses en cautiverio, cuando los capitanejos y caciques se reunieron y parlamentaron. Se hacía evidente que algo fuera de lo común iba a ocurrir. Gerónima Casas no alcanzó a conocer el araucano, idioma de esos indios, pero entendía el significado de palabras sueltas, por lo que no le resulto dificil inferir que se trataba de trascendidos sobre un avance que el ejército iba a efectuar, abriendo nuevas fronteras de civilización. Se comentaba entre los cautivos que llevaban más tiempo allí, que los indios estaban enterados de estas incursiones hasta en sus más mínimos detalles: que los correrían hacia el Sur, hasta hacerlos trasponer el Colorado. El campamento estaba a orillas del Salado
Estas noticias alertaron a Gerónima Casas. Desde la nueva frontera a no sería posible tener ninguna se cerrarían las esperanzas de volver a ver a sus hijos. Eran ríos anchos, caudalosos; mucha distancia en leguas, sin alimentos, tal vez si aguadas dulces...
Los indígenas se aprestaron a sorprender a las poblaciones con un nuevo malón. Para ello se unieron varios caciques y formaron en sus filas gran cantidad de lanzas, para incautarse de nuevas cautivas, provisiones y sobre todo bebida. Partieron... La toldería quedó desguarnecida.
Mi bisabuela convenció a su amiga homónima. Aquella lloraba, pero entendió que no habría más oportunidades... Si trasponían el Río Colorado, los indios atravesarian la Cordillera y en Chile venderían hacienda, caballada; y llevarían las cautivas más jóvenes, que allá eran vendidas como esclavas eran subastadas.
Esperaron la noche. Cuando todos dormían, ambas mujeres salieron. Mi bisabuela penetró en una ruca y salió con un niño dormido, en brazos. Cuando estuvieron lejos de los toldos, mi bisabuela mató al niño, abriéndolo tal como lo habían hecho con su bebita... Y lo dejó entre los pajonales, para pasto de chimangos y caranchos.
Ahora comenzaba la verdadera odisea de dos mujeres solas en medio de la inmensidad de la pampa. Había que salvarse a toda costa, no sólo porque se fugaban; también había un niño muerto, que ya habrían salido a buscar...
Avanzaban tomadas de la mano, porque la cautiva, que tenía los pies curados, aún estaba algo sensible. Corrían durante la noche, o caminaban hasta caer rendidas por el cansancio y el sueño. Aprovechaban la noche. El día era muy peligroso; porque podían ser avistadas por algún indio “bombero”. Mi bisabuela tenia en cuenta todo lo observado: dejar siempre atrás la Cruz del Sur. Las favorecía la luna en cuarto menguante. Con luna llena hubieran corrido más riesgo. Los pajonales eran más altos que ellas. Iban atentas al llamado del teru-teru, ave zancuda que habita en las cercanías de lagunas con agua dulce, ideal para saciar la sed. Sólo se alimentaban del fruto de la hierba de “la perdiz”, hierba rastrera que tiene un fruto dulzón.
Ambas cautivas tenían el oído acostumbrado a todos los ruidos del desierto y sabían distinguir perfectamente la proximidad de alguna fiera. Así una noche que corrían, se les acercó un tigre (león americano) que se les puso a la par. Corrió con ellas unas veinticuatro horas. Ellas corrían y él también. Se acostaban, rendidas, el tigre también. Se convencieron que el animal quería protegerlas de peligros mayores. Al fin, se quedó sentado, observándolas como se alejaban.
En otra oportunidad, alcanzaron a divisar, a gran distancia, la figura de un indio a caballo, parado en la loma. Era un indio bombero, sin ninguna duda. Los pajonales eran altos. Estaba amaneciendo y debió percibir un movimiento extraño entre las maleza pajas bravas, que no obedecían a las características por él conocidas...
Capítulo 6°
Y ULTIMO CAPITULO
Gerónima, la compañera de mi bisabuela, se largó a llorar, recordando su experiencia anterior. Mi bisabuela le ordenó rezar el trisagio y ella la acompañaba, en tanto buscaba, desesperadamente, un refugio natural, porque presintió que el indio no se iba a quedar en la loma; que debió ver el movimiento de las pajas... y encontró un jagúel desmoronado por las vizcacheras y lleno de yuyos. Estaba abandonado hacía años, por lo que se notaba... largó empujó a su compañera y detrás se largó ella... el agua les llegaba hasta las rodillas... había mucho barro y los costados; las paredes del pozo, tenían mucha estaban cubiertas de maleza, circunstancia que las favoreció, para cubrirse mimetizarse. Gerónima Casas embarró cara y brazos de su compañera y luego se embarró ella. Permanecieron quietitas inmutables... Mi bisabuela pensó: “Es preferible morir en este pozo, a ser lanceadas por el infiel”.
No tardó en oirse el galope del caballo del indio... detuvo la cabalgadura en la misma orilla del pozo , miró para todos lados, menos para abajo. Tenía la lanza en la mano. Desde el fondo mi bisabuela lo veía... mojada, embarrada... Después Al rato, el indio se alejo al galope. Se quedaron hasta la noche... No les fue dificil alcanzar la superficie, haciendo pie en las bocas de las vizcacheras.
Otra noche, oyeron voces a la distancia. Se quedaron petrificadas del miedo... Ya llevaban varios días con sus correspondientes noches corriendo; cada minuto les faltaba menos para llegar; . ahora oían Una noche oyeron voces que debían ser de indios... Debían estar a varios cientos de metros, pero el silencio del desierto traía sus voces acercaba los sonidos... Eran indios “bomberos”, que se habían reunido para embriagarse. Luego siguió un profundo silencio. Estaban dormidos... hicieron un gran rodeo y se alejaron lentamente. Cuando se les pasara la embriaguez, ellas habrían puesto gran distancia estarían lejos.
Corriendo Corrían de noche y, cuando se cansaban, caminaban, siempre dejando la Cruz del Sur a la espalda, así fueron acercándose a la civilización.
Al octavo día, desde el mangrullo del fortín de Azul, el centinela observó un movimiento extraño entre los pajonales, al Sur en pleno desierto. De inmediato salieron los soldados a caballos, para interiorizarse de qué se trataba.
Dos seres casi desnudos, desgreñados, parecian mujeres según contaron después, con la piel cubierta de heridas por las espinas de cardos, descalzos...
Asombrados preguntaron:
-“¿Son indios o cristianos?”.
-“Somos cristianas. Cautivas. Escapamos de la toldería”.
Debieron ser internadas para recuperarse de las heridas. Fueron alimentadas con cautela, por la gran desnutrición que presentaban.
La compañera fue devuelta a su familia. Mi bisabuela pidió que no avisaran a Nueve de Julio. Quería presentarse de sorpresa...
Andrés Duverti tenía otra mujer. Sus hijos llevaban luto por ella. Gerónima Casas después de sufrir tamaña aventura, había perdido el miedo. Obligó a su marido a abandonar la casa con su nueva mujer. Ella se quedó con sus cuatro hijos... nunca le perdonó su cobardía... Por su culpa perdió a la beba y soportó un cautiverio.
Al poco tiempo los indios fueron corridos hasta trasponer el río Colorado, pero eso lo cuenta la historia.
AGRADECIMIENTOS
Quisiera agradecer a Sofía Durán por poner en papel sus recuerdos infantiles relacionados con una de las tantas historias que conformaron la frontera del sur. Por último hago extensivo este agradecimiento a María Eugenia Davi -tataranieta de Gregoria Casas de Duverti y nieta de Sofia Durán- por hacerme partícipe de una historia que hizo surco a lo largo de su estirpe.
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