Estampas - Nueva Roma III
Por Bruno Passarelli.
28/09/2006
Redacción de La Nueva.
A 150 años del trágico fin de Silvino Olivieri y de la Legión Agrícola
"En octubre llegará a Buenos Aires nuestro hermano Silvino Olivieri, quien tratará de llevar a la práctica, con otros fratelli que comparten nuestros ideales, en esas tierras desoladas pero igualmente ávidas de libertad, luminosos proyectos para difundir la civilización y organizar la acción de los hombres que allí adhieren al Partido de Acción".
Así escribía el 16 de julio de 1855 Giuseppe Mazzini, héroe del Risorgimento, que luchaba por una Italia unida y republicana, a Carlo Pisacane, su brazo derecho en la Giovine Italia. El documento yace en el Archivo de la Farnesina, en Roma, y testimonia la expectativa que acompañaba el viaje de Olivieri, como "organizador supremo militar" de los italianos que, en estas latitudes, adherían a los ideales mazzinianos. Su máxima empresa, la de establecer a poca distancia de Bahía Blanca una Legión Agrícola Militar, como avanzada en la lucha contra los indios, terminaría en tragedia. Hace hoy exactamente 150 años.
El de Olivieri era, simplemente, un retorno a las tierras australes que conocía muy bien y en cuyas turbulencias internas había tomado partido. Había comandado la Legión Valiente que, compuesta por italianos, había apoyado con las armas el intento secesionista de Buenos Aires que sólo terminaría en 1861, con la batalla de Pavón. Disuelta en 1853, mientras sus connacionales elegían entre sumarse a la vida civil o seguir bajo bandera en el ejército bonaerense, Olivieri optó por regresar a Italia. Fiel al credo revolucionario de Mazzini, formó parte de una fallida conspiración anticlerical contra el papa Pío IX. Y terminó en la cárcel de Regina Coeli, la lúgubre mazmorra de Roma.
En Buenos Aires, había dejado muchos amigos. El más influyente era el escritor Juan Bautista Cúneo, quien encabezó un movimiento de opinión para lograr su libertad. Desde París, se sumaron los patriotas italianos emigrados. Y, al fin, Pío IX accedió a cambiar su prisión por el destierro, que en su caso era el retorno a estas playas.
En compañía de Felipe Caronti, otro revolucionario escapado de Milán, puso pie en el puerto de Buenos Aires el 31 de octubre de 1855. Uno de sus primeros interlocutores fue el coronel Bartolomé Mitre, ministro de Guerra bonaerense, quien apoyó con entusiasmo la idea de esa Legión Agrícola Militar que, como experiencia piloto financiada por el gobierno de Buenos Aires, estaría integrada por los italianos que ya habían combatido a sus órdenes y con muchos de los cuales había vuelto a tomar contacto.
El indio, por entonces, representaba una amenaza fronteriza que resolvería la Campaña del Desierto de 1880. Los malones eran un peligro latente y no sólo se traducían en el robo del ganado, sino también en el secuestro de mujeres blancas que terminaban en cautiverio. Y Bahía Blanca era un puesto de avanzada, pletórico de riesgos y de insidias.
El 23 de julio de 1855, poco antes de zarpar hacia Buenos Aires, Olivieri había ya expuesto sus planes a Mazzini, en una misiva que también se conserva en Roma: "Mi misión no puede ni debe ser exclusivamente militar, ya que en esas latitudes necesitan con urgencia empuñar los instrumentos que la civilización latina puede ofrecerles".
Tres meses le bastaron para uniformar, equipar y armar a algo menos de medio millar de legionarios. Alrededor de la mitad eran italianos, buena parte ex integrantes de la Legión Valiente, de la que surgieron varios oficiales que constituyeron su Estado Mayor. Un centenar afrontó la aventura con sus familias. El número fijado por decreto del 17 de noviembre de 1855 debía ser de 600. Pero el 3 de febrero de 1856 fueron sólo 352 los que, de tres desvencijados buques, bajaron en la desembocadura del arroyo Napostá Grande. Con las armas, enseres y equipos, traían también una compañía indeseable: el cólera, que diezmaría la guarnición del entonces llamado Fuerte Argentino, en la que fue la primera calamidad sanitaria sufrida por los bahienses.
El 1 de julio, los legionarios comenzaron los trabajos para levantar la colonia y las instalaciones defensivas que Olivieri bautizó con el nombre de Nueva Roma, sobre el arroyo Sauce Chico. La elección del sitio había sido suya, contra la opinión de varios oficiales que habían perlustrado la región y preferían Sierra de la Ventana. Fue el primero del que sería un largo y cada vez más enconado elenco de discrepancias.
La empresa duró poco, apenas tres meses. Según narran sus contemporáneos, tanto en Olivieri como en muchos italianos de la Legión seguían vivos los antagonismos políticos e ideológicos que corroían a Italia, donde el revolucionario Mazzini había ya tomado un camino distinto al de Giuseppe Garibaldi, quien tendía a priorizar la unidad nacional bajo la conducción de la dinastía de los Saboya, reinantes en Piemonte. A Olivieri y a los oficiales que le eran fieles se los acusaba, sin fundamento, de haber elegido esta última vía. O de connivencias con Fernando II, el reaccionario Borbón napolitano.
Además, se le cuestionaban su absolutismo, su ejercicio implacable del principio de autoridad. Y un grupo, en el que se mezclaban italianos con suboficiales argentinos que respondían al sargento mayor Santiago Calzadilla, se amotinó. La respuesta de Olivieri fue durísima: arrestó a sus cabecillas y los engrilló en el fondo de una caverna de Nueva Roma, bajo amenaza de fusilamiento.
El sucesivo viaje desde Bahía Blanca a Nueva Roma de Olivieri, acompañado por el capellán José Casani y por sus leales, precipitó los acontecimientos. Se sostiene que la presencia a su lado de Casani fue interpretada como la decisión ya tomada de ejecutarlos. Hubo un nuevo alzamiento y, esta vez, Olivieri, igual que algunos de sus directos colaboradores, cayó exánime bajo una cerrada descarga de fusilería. Su último intento por defenderse --sable o pistola en mano, no está claro-- resultó vano.
Era el 28 de septiembre de 1856. Tenía sólo 36 años de edad. Sus restos fueron sepultados en el cementerio de la Recoleta, donde los despidió, con un conmovido discurso, el ministro Mitre. Pocos días después, los legionarios entregaban las armas al comando militar de Fuerte Argentino y se autodisolvían como unidad cívico-militar organizada.
El juicio de la Historia no ha sido benévolo con aquella breve y trágica empresa. Los legionarios italianos, rápidos para empuñar los fusiles a pistón con los que habían sido armados, no tenían el mismo entusiasmo para manejar el arado, cuidar los cultivos y cercar los terrenos, pese a la férrea disciplina que Olivieri les quería imponer. Como bien escribe Enrique Recchi, el estudioso que hoy mejor conoce el tema, "aun los historiadores más optimistas reconocen que la Legión no logró desarrollar la misión esencialmente agrícola del proyecto, ya que sus integrantes fueron sobre todo soldados".
Ya desmantelada Nueva Roma, algunos de ellos decidieron radicarse en Bahía, unos transformándose en chacareros y campesinos, otros en artesanos y comerciantes, dando vida al núcleo social que, portador de pautas culturales superiores, le haría dar a la pequeña aldea un crucial salto de calidad. A ellos se deben las primeras siembras de trigo, el cultivo de hortalizas, la introducción de la vid y del tamarindo, este último útil para cercar los terrenos, la cría de cerdos, la instalación de la primera imprenta.
Sus apellidos están inscriptos en la historia inaugural de Bahía Blanca. Domingo Pronsato fue el primer panadero. El maestro albañil Vicente Caviglia enseñó a cocer ladrillos. Carlos Imperiale sería el primer médico. Daniel Cerri, aún un adolescente, enseñó a leer y a escribir a no pocos habitantes de la Fortaleza. Y Felipe Caronti, el compañero en la travesía transoceánica de Olivieri, echaría raíces definitivas con el nacimiento, en 1858, de su hijo Luis, futuro oficial, intendente y legislador provincial.
Y hubo también otros, todos dotados del impulso creador que, con linfa vital, se abrió camino durante un siglo y medio, hasta convertirse en el principal (y tal vez único) legado que dejó la breve y trágica historia bahiense de Silvino Olivieri.
La breve vida de "La Legione Agricola"
La empresa del coronel Olivieri contó con el apoyo de un periódico, "La Legione Agricola", que en Buenos Aires fundó Juan Bautista Cúneo, el escritor que era el principal referente de Mazzini en ambas orillas del Río de la Plata. Incluía noticias nacionales e italianas y aparecía los días 10 y 24 de cada mes. Era enviado por barco y, ya en Nueva Roma, los ejemplares eran leídos con avidez por los legionarios. El último, con el número 14, apareció el 24 de septiembre de 1856, cuatro días antes de la muerte de Olivieri. Fue el primer periódico en circulación en Bahía Blanca.
*Bruno Passarelli, periodista y ex profesor de Historia Contemporánea de la Universidad Nacional del Sur, vive y trabaja en Roma.
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Conde Silvino Olivieri
Silvino Olivieri: el valiente coronel de la legión italiana
rodriguezrocha
Silvino Olivieri Crognali nació el 24 de enero de 1828 en un pequeño pueblo de Pescara llamado Caramanico, en los Abruzos italianos, por entonces Reino de Nápoles. Fueron sus padres Raffaele Olivieri, conde de Arielli, y Pulcheria Crognali (o Crognale), marquesa de Crognale. Según Gaetano Bernardi, en su biografía de Olivieri, Silvino fue el hermano menor de Fileno y Michele.
Silvinito hizo sus primeros estudios en compañía de sus hermanos en la escuela de los Scolopi, en Chieti. No completó su educación básica, interrumpida en 1848 para sumarse a la causa en contra del rey Fernando II de las dos Sicilias. Durante dos años lucharía contra la ocupación de los austríacos. Tras combatir en Milán, se trasladó hasta Venecia, donde se destacó por su valentía en el campo de batalla. Fue en la ciudad de las góndolas donde lo ascenderían a teniente. Combatió para el marqués Prati, cayeron derrotados y debieron escapar hasta Francia y luego a Inglaterra. En 1852 embarcó hacia Buenos Aires, junto a Fileno. Se enroló en las tropas del Ejército Grande que triunfarían en la Batalla de Caseros. Ese año y el siguiente, Silvino se encontraría al mando de la famosa Legión Italiana que se destacó por su conducta bélica durante el Sitio de Buenos Aires. En su primera estadía en América llamó la atención de quienes lo conocieron por su disciplinada formación militar.
2En 1853, luego de ganarse un altísimo prestigio entre los porteños, retornó a su patria de origen para sumarse a la causa de los nacionalistas. En Roma se puso a las órdenes de Giuseppe Mazzini. Al año siguiente fue encarcelado por la policía pontificia y tras un brevísimo proceso fue acusado de alta traición y lo condenaron a dieciocho años de prisión (algunas fuentes refieren que fue condenado a muerte). El gobierno de Buenos Aires realizó gestiones para liberarlo, y en 1855 le concedieron la libertad bajo la condición de que se marchara hacia Sudamérica. Lo recibió Bartolomé Mitre y un nutrido grupo de porteños que lo idolatraban y no olvidaban su paso glorioso de unos años atrás. Fue designado para conducir una colonia agrícola al sur de la provincia de Buenos Aires, donde azotaban los indios. En enero del ’56 partió hacia lo que hoy es Bahía Blanca. Previamente contrajo matrimonio el 22 de diciembre con Leocadia Rosa Cambaceres (1835-1902). La luna de miel no fue en un lugar precisamente romántico. El líder de la legión italiana no tenía domicilio. Su lugar era la campaña; los límites del territorio de la confederación. A donde iba, su abnegada mujer lo seguía. Leocadia iba a todas partes con su marido. Las tropas que comandaba el coronel Olivieri se asombraban al ver como una jovencita nacida en cuna de oro dormía a su lado en el medio del campo, a cielo abierto, sin el menor resguardo. La señora de Olivieri no tenía reparos en lavar ropa a mano, remendar uniformes, auxiliar heridos o cebar mates a su esposo y a sus cuñados, que eran capitanes de la caballería.
La vida en el nuevo asentamiento, que Silvino bautiza Nueva Roma, no era nada sencilla. Reunir los soldados, los colonos y mantenerlos durante meses ante el acoso indígena y las inclemencias del clima resultó una ardua tarea. La aventura en la campaña fue durísima. Para colmo, los fondos prometidos por el gobierno porteño no llegaban. Olivieri recurrió a su enérgico liderazgo, no exento de castigos y ordenanzas que fueron mal recibidas por algunos legionarios. Ante las protestas, el coronel intensificó el disciplinamiento de la tropa. Les inició proceso a varios oficiales por conspirar en su contra, entre ellos a Santiago Calzadilla, famoso autor de Las beldades de mi tiempo. En septiembre la situación empeoró y decidió ejecutar soldados. El día 29 del mes de la primavera se produjo un motín tras la pena de muerte decretada por Olivieri para dos hombres y en una cruenta batahola el italiano fue asesinado junto al capellán José Casani. Tenía tan solo 28 años de edad.
Desde aquel momento y hasta 1959, los indios comandados por Calfucurá tuvieron el control de la región.
Un mes después del desafortunado hecho, se conformó una comisión para investigar el crimen. Un total de 26 hombres fueron apresados. Intervino Mitre, amigo de Olivieri, y el 22 de abril de 1858 el consejo de guerra condenó a dos legionarios a la pena de muerte y a otros trece a diferentes penas de prisión.
El 5 de abril de 1857, Leocadia sepultó a su marido en el Cementerio del Norte, en la bóveda de Cambacérès, ante la presencia de Bartolomé Mitre, quien pronunció una sentida oración en honor al finado.
“Adiós valiente y desgraciado coronel Olivieri, hermano de causa y de principios, a cuyo lado combatí. Adiós por siempre”.
Leocadia enviudó a los 22 años de edad, embarazada de Silvino. El 2 de noviembre de 1856 nació la única hija de esa pareja: Silvina Ernestina del Sagrado Corazón de Jesús. Al poco tiempo, Leocadia abandonó Buenos Aires y se fue a Italia junto a Michele, hermano de su finado esposo. Con él vivirá el resto de su vida y tendrán otra hija: Delfina, que morirá siendo joven, en 1897. Silvina casó con el marqués Gesualdo de Felici y así se convirtió en marquesa. Participó como enfermera voluntaria durante la primera guerra mundial junto a su hijo Luigi, que fue comisario de la Cruz Roja fundada por sus padres. La marquesa De Felici transformó su palacio en lazareto, donde hospitalizaban los heridos y enfermos. Silvina fue sepultada en la bóveda familiar del cementerio de Lucera, en donde también yacen los restos mortales de su madre.
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