LORENZO DEUS - Cautivo de los indios IV

Parte IV/IV


Memorias de Lorenzo Deus, cautivo de los indios

Modo de criar a los recién nacidos

A los chicos desde que nacen los ponen atados en un aparato que las chinas construyen con madera y les sirve de camita cuya forma es como una parrilla o escalera, y las rejillas están divididas en dos porciones; siendo su largo de un metro y medio más o menos por cuarenta centímetros de ancho, teniendo en el centro un espacio abierto, donde descansan las nalgas del chico y en las partes enrejilladas de la camita reposan la cabeza, la espalda y las piernas de la criatura.

Por esto es que todos los indios tienen el cráneo achatado por la parte de atrás, pues han adquirido una forma propia de su raza, es decir que aunque los indios recién nacidos sean criados como acostumbran los cristianos siempre la forma de las cabezas siguen siendo chatas por la parte de atrás.

Sobre el mencionado aparato le hacían como un colchón con cueritos de corderos y guanaquitos y con mantas suaves lo envolvían al chico de pies a manos y lo acostaban de espalda, atándolo con sogas en la camita alrededor del cuerpo de la criatura, como si fuera un salchichón.

así lo tenían permanentemente al chico de día y de noche hasta la edad de tres años más o menos y sólo lo desataban para limpiarlo o bañarlo. Para alimentarlo la madre lo arrimaba al pecho con el aparato y todo, conforme estaba atado el indiecito.

Cuando el chico estaba despierto lo ponían con el aparato semiparado apoyado en el tronco de algún árbol o palo, y cuando ya era grandecito y andaba corriendo y jugando por el campo lo llamaban para amarrarlo al aparato a fin de hacer dormir al pampita.

Para que las moscas no mortificaran a la criatura, cuando dormía, le ponían unas varillas arqueadas al aparato en la parte que reposaba la cara y con un pedazo de género transparente lo sobreponían encima de las varillas para que sirviera como mosquitero.

A medida que crecían los indiecitos continuamente los pelaban al rape, hasta la edad de 10 o 12 años.

Después de este período a los varones les recortaban el pelo en forma recta horizontal, que caían las puntas del mismo casi rozando con los hombros y en la parte de la frente les hacían un flequillo que las puntas llegaban cerca de las cejas.

Con un pañuelo común hecho como venda, de 5 centímetros de ancho, se lo ataban para sujetar el pelo alrededor de la cabeza, pasando por la frente y se lo anudaban en la parte superior de la nuca, cuyas puntas quedaban colgando como adorno.

Las mujeres se hacían dos trenzas y se ataban las respectivas puntas con un hilo y/o cinta, haciéndolas cruzar en la parte de la nuca, cuyas puntas las hacían descansar arriba de la frente, graciosamente adornadas con moñitos.

Para peinarse las mujeres lo hacían con manojos de raíces, de pastos especiales que juntaban en el campo.


Pubertad de las chinas


Al iniciarse dicho periodo, la sometían a la muchacha que le hubiese tocado, a pasar tres días seguidos sin comer, bajo una estricta vigilancia de su madre o personas que merecían confianza de hacer cumplir el rito que profesaban, es decir, de no darle absolutamente nada de comer a la paciente, durante ese tiempo, a fin de no desvirtuar el signo de la suerte de su destino, mediante el sometimiento riguroso a dicho sacrificio.

Una vez que vencían los tres días de ayuno, procedían a hacer correr a pié a la paciente una distancia de diez cuadras, para lo cual la agarraban de los brazos entre dos indios, uno de cada lado, haciéndola correr en el medio de ellos, media suspendida y se ponían unas diez parejas de hombres a distancia conveniente para irla pasando a la paciente de una a otra pareja en el trayecto a fin de hacerla llegar al punto terminal sin descansar.

Cuando la paciente estaba en el punto de arranque para la corrida, procedían a matar un potro y medio al morir le sacaban el corazón al animal y en este preciso momento hacían que la paciente se pusiera a correr, avisándosele por señas con una bandera puesta en la punta de una lanza y dando a la vez un grito que se pasaban la voz de una a otra pareja de las que estaban escalonadas en el trayecto de la pista.

Mientras venían corriendo la paciente, el padre o el pariente más cercano de ella, tomaban en la mano al corazón del potro y se ponía a observar la duración de los latidos del mismo y si la paciente llegaba a la raya de la pista antes que se extinguieran los latidos del citado corazón, le pronosticaban a la chinita larga vida, próspera suerte y refractario su organismo para los daños de las brujas y otras enfermedades.

Este pronóstico también les alcanzaba a su futura prole.

Si los latidos del corazón cesaban después de haber recorrido la paciente más de la mitad de la pista le predecían también éxito, pero si no alcanzaba a pasar este límite latiendo el citado corazón le auguraban una existencia desgraciada a la paciente.

Todas las pruebas que he presenciado siempre tuvieron el más halagüeño resultado.

A la paciente después de la carrera le daban de comer de todo lo que a ella le agradaba.

Al corazón del potro lo ataban junto con una piedra y lo hacían fondear en el medio de alguna laguna.

Durante el ayuno de la paciente la familia de ésta efectuaba los preparativos necesarios a fin de tener listo todo lo indispensable para el día de la prueba final del pronóstico, en que empiezan a celebrarse las fiestas respectivas que consistían en grandes comilonas, bailes, simulacros guerreros, domadas de potros, luchar por los cabellos, etc. En este último deporte me tocaba a mi desempeñar una tarea importante y no era solamente tironearnos de las mechas sino que también nos torcíamos los pescuezos como se hace con los pollos para matarlos, pero cuando alguno de los contrincantes se daba por vencido, el vencedor no lo molestaba más.

Eso sí, el que perdía era pasto de la burla de todos.

Cuando yo terminaba de vencer a alguno de mis contrarios me hacían dar mugidos como toro para desafiar a que se presentara quienquiera en la pista para luchar de esa manera.

Con ese propósito hacían venir a muchos de mis adversarios de mi edad, de distintos puntos de la tribu.

Con la baquía que había adquirido y un poco de empeño que ponía, la suerte me ayudaba y siempre salía triunfante en esas luchas. A pesar de que era una carga pesada para mi porque nada ganaba, sino solo el honor de ser vencedor y las felicitaciones lisonjeras de mis admiradores.

Si desde un principio me hubiera fingido flojo para las citadas luchas, me hubiera evitado del molesto trabajo, pero mi amor propio no pudo quebrantar la condición de mi carácter y preferí continuar con la ruda tarea siempre victoreado por mis partidarios, a que fuera burlado en la derrota por los que me venían a provocar. Las fiestas continuaban unos 20 días consecutivos.

En dichas fiestas no había borracheras, porque los indios no sabían fabricar licores, no obstante de que existían allá las materias primas como ser: piquillín, cupara, algarroba, chañar y otras frutas silvestres dulces. Las borracheras sólo tenían lugar cuando los chilenos llevaban bebidas alcohólicas en cargueros y en los momentos que los indios hubiesen regresado de alguna invasión con abundantes animales robados en la Argentina. Lo sabían, porque eran ellos mismos los que daban los datos para los malones.

Los indios eran muy supersticiosos como ya lo he dicho y recuerdo que muchas veces los he visto que cuando invadían las langostas dejaban comer sus sembrados y no las espantaban ni las mataban por temor de que Dios los fuera a castigar.

Era irrisorio de que los indios tuvieran miedo de que Dios los castigara si mataban a las langostas y no temían al mismo Dios cuando mataban a los cristianos.

Una ocasión yo tuve un ataque de insolación y para curarme me hicieron dos ojales subcutáneos en las dos sienes con un cuchillo y una vez que me salió una regular cantidad de sangre sané al poco rato.

El sistema de gobierno de los indios era una especie de dinastía, heredándose de padres a hijos en los respectivos mandos políticos de la tribu.


Arte: Indígenas atisbando al enemigo.


Las mujeres no podían ejercer mandos políticos en el Estado.

así que allá había príncipes y princesas, etc. El último cacique que hubo hasta que fueron reducidos los indios de la Pampa fue Namuncurá.


Expedición al desierto de la Pampa


El sistema que puso en práctica el doctor don Adolfo Alsina para las expediciones al desierto de la Pampa en 1875, estableciendo una línea de fortines a la altura de las regiones de Carhué, Guaminí, Puán, Vuchaló, Trenque Lauquén, etc., ha sido la más acentuada de las ideas que se pueda haber concebido para reducir por hambre a los indios y sin efusión de sangre.

Después de mediados de 1876, los indios no se animaron a invadir más por la Argentina, por temor de que fueran copados por el ejército nacional, porque les sirvió de escarmiento la escapada milagrosa que tuvieron en 1875, cuyo hecho lo refiero en estas narraciones.

Después de dicho año, los indios entraron en situación decadente por falta de alimentos y por su completa desmoralización, que fue cada vez aumentando más la ruina hasta que se iban comiendo los pocos animales que les quedaban, al punto que se quedaban de a pie, en virtud de haber cambiado por bebidas alcohólicas a los chilenos la inmensa cantidad de hacienda que hacía poco habían robado en la Argentina.



A los animales silvestres de los campos ya habían concluido de capturarlos para comer y los indios, entre ellos, se robaban hasta los perros flacos para carnearlos y alimentarse con la carne de estos animales.

También recurrían para alimentarse a los cueros viejos de los techos de los toldos y algunos lazos o correas, los cuales los hacían hervir hasta que se ponían blandos como gelatina y se los comían o bien en las brasas del fuego los tostaban a dichos cueros para comérselos como bizcochos a fin de no perecer de hambre, a pesar de que estos cueros para comérselos no contenían ya sustancias alimenticias por los añejos que eran; así que sólo servían para engañar a los estómagos de los hambrientos.

Estos eran a los únicos víveres a que habían quedado reducidos los indios de la Pampa, por lo que ya no podían invadir por las poblaciones argentinas, porque las líneas de fortines y fosas que el ejército había establecido se los impedía como una barrera de fierro, una vez que ésta estuvo bien organizada.

Algunos pelotones de indios al principio se aventuraban a pasar la línea de fortines ocultamente, valiéndose para esto de noches oscuras y estos riesgos lo hacían por la desesperación del hambre que sufrían y por lo general estas incursiones fracasaban, porque en ocasiones eran sorprendidos al cruzar los fortines cuando iban a robar en las poblaciones que estaban como a 150 leguas a la espalda de dichos fortines y otras veces cuando regresaban los indios de robar, los batallones los esperaban en la línea y les quitaban las haciendas robadas y los mataban o los tomaban prisioneros a los salvajes.

A fines del año 1877, cuando ordenó el doctor Alsina el avance del ejército hasta la guarida de los indios, éstos se rendían cuando eran sorprendidos o alcanzados, sin pelear, y los que tuvieron elementos de movilidad para disparar pasaron para Chile atravesando la Cordillera de los Andes por el Neuquén.

Los indios que no tuvieron caballos suficientes para huir con sus familias a Chile andaban dispersos en grupos disparando de un lado para otro como fugitivos, ocultándose en los manchones de bosques próximos a sus mismas guaridas y entre éstos yo también andaba, esperando una buena oportunidad para evadirme.

Las tolderías de los indios de la Pampa, sólo llegaban por la parte del Oeste, hasta la laguna del Carancho, hoy General Acha, y por la parte Este tenían sus invernadas hasta Carhué, Guaminí, etc.

Próximo a la cordillera no existían poblaciones de indios, porque era muy riguroso el frio en invierno.

A mi juicio el Dr. Alsina, a quien no tuve el honor de verlo por haber ya fallecido cuando yo fui redimido, ha sido el genio ideal de la expedición al desierto por la forma en que la encaró, es decir, trazando la línea de fortines a fin de reducir por hambre a los indios para que se entregaran por necesidad. De otra manera que se hubiera emprendido hubiese fracasado la expedición.

He oído que algunos opinaron, al principio cuando se iba a iniciar la expedición, de que hubiera sido mejor de avanzar con ejército de una sola arremetida hasta los últimos confines habitados por los indios y batirlos a éstos en sus propias guaridas. Yo estoy seguro que si se hubiera aceptado esta opinión, hubiese fracasado lastimosamente la expedición y probablemente hubiera perecido el ejército, no en batallas campales sino por necesidad, porque los indios cuando tenían todos sus elementos y el vigor guerrero levantado, lo hubieran tenido al ejército a mal traer por aquellas lejanas comarcas.

Los indios se hubiesen concretado solamente a molestar al ejército arrebatándoles los caballos para dejarlos a pie en aquellos desiertos y seguramente que lo hubieran conseguido, porque aquellos indios eran muy astutos y ven en plena noche oscura como los gatos o leones y además tenían un tino asombroso para los rumbos y cálculos de distancia en sus marchas a cualquier hora del día o de la noche que fuese.

En aquellas comarcas existen manchones de bosques por todas partes y ésto les hubiera servido a los indios para sus acechanzas.

Las mujeres eran también muy diestras para marchar a caballo y estaban acostumbradas de ir de un lado para otro, a la par de los indios en sus correrías, sin sufrir la más mínima fatiga.

Al trazar, el Dr. Alsina la línea de fortines, los ubicó a éstos a tres leguas de distancia uno de otro, uniéndolos entre sí, por zanjas de tres metros de ancho por dos de profundidad, más o menos que servían como obstáculos para el pase de los indios y como comunicación subterránea en caso de peligro.

En cada fortín se cultivaba la tierra para obtener verduras y cereales que servían como complemento de la manutención de los pobladores y en algunos de dichos fortines se formaban pueblos.

En el año 1879, cuando yo pasé por Guaminí, éste que era el asiento de la división mandada por el coronel don Marcelino Freyre, ya era en esa época un pueblo bastante grande teniendo su plaza correspondiente, iglesia, colegios, casas de comercio por mayor y menor, oficinas del estado mayor y telégrafo, cuartel de los cuerpos 7º de infantería y 2 de caballería, casas para los jefes y oficiales de la división, como también muchas casas de particulares, quintas, chacras, etcétera.

Estos pueblos habían sido formados en menos de tres años por las tropas y particulares.



Segunda evasión del autor


Habiendo tenido indicio de que las fuerzas expedicionarias se encontraban muy cerca del sitio que habían acampado los indios fugitivos donde yo andaba, una mañana muy temprano del verano del año 1879, resolví evadirme llevándome todos los caballos de los indios a quienes los dejé completamente a pie para que no me persiguieran.

No había alcanzado a marchar unas 20 cuadras, cuando tuve la suerte de encontrarme con un piquete como de 100 soldados del batallón 7º de infantería, mandados por el mayor don Dionisio Alvarez y del subteniente don Rosendo Fraga, hoy general y de otro subteniente, cuyo nombre no recuerdo y que al regreso de la expedición falleció éste en Guaminí de viruela, que fue muy sentido.

Al encontrarme con los míos experimenté como es natural, una inmensa alegría por la providencial casualidad de verme libre. Enseguida les indiqué a dichas fuerzas dónde estaban los indios acampados y durmiendo todavía, quienes fueron capturados sin resistencia en menos de diez minutos.

Como yo sabía que próximo de allí habían otros grupos de indios acampados, enseguida me ofrecí como baqueano y fueron tomados prisioneros varios de dichos grupos que formaron un total de más de seiscientos indios entre la lanza y la chusma, quienes eran capitaneados por los capitanejos Anegquer y Painen.

Estos indios eran los que tenían sus tolderías en los confines del desierto por el lado Oeste. De modo que una vez que fueron capturados éstos, quedó todo el desierto limpio de salvajes, lo que ocurrió a principios del año 1879.

Una vez que se juntaron en el día todos los grupos de indios en los alrededores de la laguna del Carancho, se les hizo marchar a pie a los que eran de lanza para seguridad de que no se escaparan y cuando algunos de éstos se desviaban o lastimaban las plantas de los pies en las marchas, se les hacía montar en un caballo a la grupa de otro indio.

A las mujeres y a los menores se les hacía marchar a caballo. Cuando se acampaba, a los indios de lanza, se les aseguraba con cepos de campaña que se improvisaban con lazos estirados por medio de estacas y se les vigilaba con centinela de vista.

El jefe de la división que con el grupo de la expedición de Guaminí había llegado unos días antes con más de dos mil indios capturados a Pichi Carhué (punto de reunión), después de haber dado batidas por otros sitios; esperó allí al mayor Alvarez y cuando éste llegó con su fructuosa campaña, entre otros cautivos, me presentó a mi y el señor coronel Freyre me abrazó con paternal cariño diciendo: pobre mi familia que ha sufrido tan cruelmente bajo estos salvajes.

Después de pocas jornadas llegamos desde Pichí Carhué a Guaminí. A la indiada se les declaró la viruela con carácter epidémico y murieron muchos de ellos, como también fallecieron algunos oficiales y soldados.

El señor coronel don Marcelino Freyre al poco tiempo de llegar de su brillante expedición regresó para el Rosario a fin de asistirse de la afección al corazón que padecía y a los pocos días de llegar a dicha ciudad, desgraciadamente falleció tan eximio militar.


Llegada a Buenos Aires


Después de algún tiempo se les pasó la viruela a los indios reducidos por la división de Guaminí y cuando ya no había peligro del contagio del flagelo, se les condujo en una tropa hasta el Bragado y en este punto fueron embarcados en el ferrocarril para llegar hasta Buenos Aires, que entonces la estación principal del F.C.O. estaba ubicada donde existe hoy el Teatro Colón.

Los cautivos e indios fueron alojados en un cuartel que en aquella época se encontraba en el sitio que actualmente está el colegio Roca.


Al día siguiente de llegar los indios a dicho cuartel, acudieron varias familias para que le donaran las indias, a fin de tomarlas a su cargo, pues a éstas las habían separado de sus respectivos maridos.

Algunos cautivos fueron entregados a sus parientes que por casualidad estos últimos habían tenido noticias de la llegada de la remesa de esos indios, y los cautivos que no tuvieron la suerte de que vinieran en su busca quedaron en el mismo cuartel esperando a ver si se presentaban algunos de sus familiares a llevarlos o bien por su propia voluntad aceptaban el ofrecimiento de algunas personas para sus ubicaciones, de lo contrario iban a ser destinados en los cuerpos del ejército pues el gobierno de entonces no quiso molestarse ni gastar un céntimo en beneficio de los cautivos, pues hubiera sido una obra humanitaria haberlos hecho conducir a sus hogares o a sus respectivos terruños de donde habían sido cautivados, a fin de que hubieran, de por si indagado el paradero de sus familias.

Varios señores me ofrecieron, en el citado cuartel, de que yo fuera con algunos de ellos y que me darían un trato paternal, pero yo me excusaba diciéndoles que estaba esperando que de un momento a otro viniera alguno de mis parientes a buscarme.

Pero sin embargo, entre dichos señores, me fue muy simpático uno de ellos, quien por repetidas veces me reiteró su protección, a lo que yo accedí por fin porque en su persona me pareció que reflejaba la más pura bondad, y este señor ha sido don Vicente Moneta a quien Dios lo tenga en la gloria y que a su digna familia le conceda la más dulce existencia haciendo constar una vez más, hacía mis bienhechores, los sentimientos de mi eterna gratitud.

Muchos nos decían tanto en Guaminí como en el trayecto desde este punto hasta Buenos Aires, que el gobierno nos haría conducir enseguida que llegáramos a esta ciudad hasta nuestros respectivos hogares y que también nos protegería en alguna forma para asegurar nuestra existencia.

Vanas fueron las buenas ideas que nos pronosticaban nuestros interlocutores, pues cuando llegamos a Buenos Aires fuimos expuestos como en un sitio mercantil de seres humanos y casi sin darles distinción a los cautivos de los indios reducidos, al ver que estábamos equiparados en las mismas condiciones en que ellos se encontraban, en vista de que ya no nos guardaban en Buenos Aires las consideraciones y afabilidad que nos dispensaban los jefes y oficiales de la división de Guaminí.

Los cautivos que veníamos de Guaminí a Buenos Aires traíamos las esperanzas halagüeñas de que el Superior Gobierno se ocuparía de hacernos conducir a los hogares de donde habíamos sido arrebatados por los salvajes del seno de nuestras familias, como exponente de reliquias reconquistadas y que nos prestarían toda clase de ayuda, como en desagravio para satisfacer a la vindicta pública por el ultraje inferido por la barbarie a la civilización y así como también para mitigar en algo los crueles sufrimientos que habíamos padecido y por otra parte para que cesaran las aflicciones de expectativa de nuestras familias que se encontraban en una situación de incertidumbre perenne, no sabiendo si llorarnos muertos o si aún creernos vivos, pero nuestro indolente gobierno no hizo absolutamente nada por nosotros, pues más le interesaba poner todo su pensamiento en la miseria de la política interna para los cálculos y combinaciones para la sucesión del mando, que dedicar sus más solícitas atenciones en el gran problema de la conquista del desierto y atender las sagradas obligaciones de tutelar en los más mínimos detalles las necesidades aunque se tratase de los más humildes súbditos de su pueblo.

Los parientes de los cautivos casi nunca tenían conocimiento cuando llegaban a Buenos Aires u otros puntos, las remesas de indios reducidos y cautivos redimidos para ir en busca de éstos, por la escasez de comunicaciones que había en aquella época para los diversos lugares de la República.

Recuerdo que la remesa de indios reducidos y cautivos rescatados por la división de Guaminí llegaron a la ciudad de Buenos Aires a la oración de un día del año 1879 y cuando se nos iba a dar de comer, uno de los soldados del cuartel en que estábamos alojados le pidió a una de las cautivas que le donara una de sus hijitas (para venderla quizá) y la cautiva le respondió que de ninguna manera se desprendería de ninguno de sus queridos hijos porque el gobierno le proporcionaría la ayuda necesaria para hacerla conducir con todos sus hijos hasta el seno de su familia, de donde había sido cautivada.

El soldado le replicó que estaba ella muy equivocada y que ya vería que al día siguiente se presentarían varias familias a sacar indios y cautivos y que seguramente a ella la llevarían para un lado y a sus hijos otras familias, se las sacarían a cada una para distintas partes sin que jamás se vean quizá, unos ni otros. Y así efectivamente sucedió y por todos lados se sintieron ese día llantos lastimeros, lo que eran desprendidos los hijos de las madres, tanto los de las indias como los de las cautivas.

Muchas familias que no les convenía cargar con madre e hijos de los infelices, enternecidas renunciaban más bien a no llevar ninguno para no causar aflicciones a las madres, pero algunas personas poco escrupulosas, generalmente extranjeras, hacían caso omiso de esas aflicciones y sin compasión arrancaban a los chicos que les convenía.

Si el Dr. Adolfo Alsina hubiese vivido, seguramente que no hubiera permitido de manera alguna que se hubiesen producido esos espectáculos desgarrantes, porque era muy claro el pensamiento del ilustre hombre público, de que a los indios se les debía palpar los más benévolos tratos paternales a fin de que vieran los beneficios que la civilización les ofrecía.

El mismo soldado me dijo a mi y a otros cautivos que estábamos allí, que seríamos destinados a las bandas de música de los cuerpos de líneas, con un recargo de servicio forzoso por lo menos de cuatro años, como ya se había hecho con otros cautivos.

Al oír estas desagradables noticias, quedamos completamente descorazonados después de tan halagüeñas perspectivas que esperamos de nuestro gobierno y no probamos esa noche ni siquiera la comida que nos habían alcanzado, por el disgusto a pesar del hambre devoradora que teníamos con motivo de un día de viaje sin comer que habíamos pasado, desde el Bragado hasta Buenos Aires, pues en aquella época los trenes marchaban despacio.

Si nosotros los cautivos hubiéramos sospechado de la infausta suerte que nos deparaba Buenos Aires, donde íbamos a quedar sometidos como en un segundo cautiverio, seguramente que desde Guaminí nos hubiéramos evadido para nuestros respectivos terruños, pues allá gozábamos de la más amplia libertad y consideración de los distinguidos jefes y oficiales de la división de Guaminí que la componían los gloriosos cuerpos: 7º de infantería y 2do. de caballería, cuyos jefes eran los comandantes Pereyra y Enrique Godoy respectivamente. Desde dicho lugar estábamos ya muy bien orientados sobre los rumbos que debíamos seguir para llegar a puerto seguro.

Felizmente yo tuve la suerte que parecía que la mano de Dios me puso bajo el amparo y protección de la excelente familia Moneta, para quienes siempre conservo y no me cansaré de repetir mi más reconocida gratitud y la mencionada familia completando su obra buena me hizo dar una relativa instrucción, a pesar de los quince años de edad que tenía entonces y de haberme olvidado de lo poco que había aprendido a leer y escribir antes que me llevaran los indios, adquiriendo después algunos conocimientos en el escritorio comercial de mi bienhechor, como empleado.

Después que falleció el señor Vicente Moneta, me empleé en la Aduana en 1880 y en el Correo en 1887; calzando después por influencia del señor Gabriel Reboredo en 1888 como escribiente en el Juzgado de Paz de la Parroquia del Socorro, cuando los jueces eran letrados, habiendo llegado hasta oficial 1º. En la Presidencia del Dr. C. Pellegrini fueron disueltos dichos Juzgados letrados para transformarlos en legos y a todos los empleados nos dejaron cesantes, con la orden de que éstos no podían formar parte del personal de los nuevos juzgados que se reorganizaban. Este cambio de sistema en los Juzgados de Paz de la Capital Federal se efectuó el 31 de diciembre de 1891, fecha en que quedé cesante y dicho cambio fue hecho con el fin de contar con más elementos políticos, pues los citados Juzgados legos fueron manejados después por los caudillos politiqueros.

Al poco tiempo de haber quedado cesante me empleé con los proveedores de las cárceles de la provincia de Buenos Aires, señores Reboredo, Necoll y Cia., habiendo ido a desempeñar mis funciones en la penitenciaria de Sierra Chica, desde 1892 hasta 1894, época en que terminó la licitación respectiva.

Por influencia del hoy Capitán de Navio Don José Moneta, ingresé en octubre de 1894 como empleado en la 5ª Subcomisión Argentina de Límites con Chile, cuyo jefe era el actual Contraalmirante Don Juan A. Martin y que operó en Tierra del Fuego y Santa Cruz; habiendo pasado en 1897 como administrador a la 1ra. Subcomisión de dichos limites que era jefe de ésta el señor Ingeniero Don Atanasio Iturbe, cuyos trabajos se efectuaron por la cordillera de Catamarca, La Rioja y San Juan continuando posteriormente el suscripto en otras Subcomisiones de los mismos limites y que operaron por Mendoza, Neuquén, Río Negro y Chubut, siendo jefes indistintamente los señores Ingenieros Atanasio Iturbe, Julio Ledezer, Adolfo Stegmann y Carlos Burmeister; habiendo también acompañado en viajes de inspección a los señores Peritos Dr. Francisco P. Moreno e Ingeniero Don Zacarías Sanchez hasta 1906, época en que quedó definitivamente terminada la demarcación de los límites entre la República Argentina y Chile; habiendo secundado a mis jefes con mi humilde acción en la parte que me incumbía para la verificación de dichos trabajos y puesto en práctica la experiencia adquirida con los indios, en virtud de que teníamos que operar por regiones desiertas y escabrosas.

En 1907 me empleé como administrador en la mina de cobre "La Encrucijada" situada en el Cerro de Famatina de La Rioja, cuyo gerente era el señor René Fontenella.

El 1º de Agosto de 1908 por influencia del señor Ingeniero Atanasio Iturbe, ingresé como empleado en la Municipalidad de la Capital Federal y el 28 de Mayo de 1917 me declararon cesante por razones de economías.


Encuentro del autor con su familia


El año 1888 tuve informe de que el Comisario de Policía del Rosario señor Azcurra debería conocer a algunos de mis parientes y en Marzo de dicho año resolví escribirle una carta al citado comisario y éste tuvo la gentileza de hacerle avisar a mi primo Policarpo Soria, de que yo me encontraba en Buenos Aires.

Como mi padre y demás hermanos residían en distintos puntos de la campaña de Santa Fe, dicho pariente le avisó a mi hermano Restituto que vivía en Pujato, quien vino a Buenos Aires a verme.

Sin pérdida de tiempo solicité 15 días de licencia del Juzgado donde estaba empleado para ir a ver a mi padre y demás familia, los que me fueron concedidos.

Mi padre se hallaba establecido en el Partido de General López a 50 leguas del Rosario y yo y el hermano que me vino a buscar nos trasladamos a donde aquél estaba.

Antes de llegar a la casa de mi padre yo le advertí al hermano que me acompañaba de que me presentara como un amigo suyo y que yo me encargaría después de hacerme conocer despacio.

Una vez que me puse a conversar con mi padre le manifesté que cuando yo era muchacho había frecuentado mucho en su casa, pero quizá él ya no me reconocería lo que me había transformado en un hombre grande; él me dijo que no recordaba de mi fisonomía y yo le contesté que siempre había conservado una estrecha amistad con todos sus hijos.

Le expresé que desde hacía algún tiempo yo residía en Buenos Aires y que había venido a Santa Fe por asuntos de familia y que pronto iba a regresar a la Capital Federal en donde tenía mis ocupaciones. Que el motivo de la visita que yo le hacía a él, de paso, era para comunicarle una noticia que quizás le fuera agradable.

Comencé diciéndole que encontrándome un día en un café en Buenos Aires, sentí la conversación de un joven que decía que había sido cautivado por los indios desde la provincia de Santa Fe, diciendo que se llamaba Lorenzo Deus y que hacía 17 años que no sabía de su familia.

Que al escuchar yo esto le había dicho que conocía a su padre y a sus siete hermanos y que pronto iba a efectuar un viaje a la mencionada provincia y que de paso averiguaría del paradero de su familia.

Al oír esto mi padre, exclamó con inmensa alegría: ¿Entonces vive mi hijo Lorenzo? Deme la dirección joven, me dijo, que mañana mismo salgo para Buenos Aires a ver a mi hijo, que yo lo creía muerto.

Permítame señor, le dije, ya que Ud. tiene tantos deseos de ver a su hijo, yo ejerzo el poder de la magia y se lo puedo hacer ver enseguida desde aquí.

Y cómo va a hacer Ud. me contestó.

Ya lo verá, le repliqué, sírvase Ud. pararse delante de mí; pues su hijo Lorenzo, le dije, es el que está en su presencia.

Y yo y mi padre nos estrechamos en un fuerte abrazo y quedamos sollozando por la indescriptible alegría que experimentamos, conjuntamente con mis demás hermanos; habiendo hallado a toda mi familia, como la había dejado hacía 17 años, es decir sin que hubiese fallecido ninguno.

Mi padre me refirió después que en la invasión que me cautivaron a mi los indios, había quedado en una situación precaria por lo que le habían llevado todas las haciendas e incendiado las casas los salvajes, pero que una asociación francesa de la que él era socio había levantado una suscripción para socorrerlo y para pagar mi rescate; alcanzando a recolectar más de seis mil pesos plata, cuya lista vi; que invirtió cuatro mil pesos de dicha moneda para mi rescate, habiéndose valido los comisionados para ese encargo de los indios mansos, a fin de que éstos se internaran hasta las guaridas de los salvajes en mi busca y pagar el precio de mi rescate.


Arte: Una tribu parte del campamento de Sierra de la Ventana.


Pero fueron sin resultado las diligencias de los comisionados por no haberse tenido noticias de mi paradero, a pesar de las averiguaciones que habían practicado por distintas tolderías de los indios de la Pampa durante seis meses.

Como yo había estado internado en los últimos confines de la guarida de los indios, hacía el Sudeste y además los salvajes, muchas veces, por ningún precio querían canjear a los cautivos que tenían en su poder, porque les convenía que quedaran para siempre agregados en sus familias. Quizás los comisionados no llegaron hasta donde yo me hallaba o bien los indios me ocultaban para que no me rescataran. Porque los comisionados de rescates de cautivos, cuando encontraban al cautivo buscado y no conseguían que su poseedor lo entregara voluntariamente en cambio de prendas de vestir y platería y cierta cantidad de animales, se presentaban al cacique de la tribu y éste influía para que fueran rescatados los cautivos gestionados por los comisionados.

Como así sucedió con una cautiva, una vez, llamada Cristina, quien estaba en el grupo de los indios que yo andaba y que la fueron a rescatar unos comisionados de su familia, pero el capitanejo Painen que la tenía, se negó a entregarla, porque no estaba conforme con la cantidad de animales que le ofrecían, exigiendo 300 vacas y 500 caballos más del número que se le había llevado; habiendo tenido que interponer sus buenos oficios el cacique Namuncurá para que fuera rescatada en el acto, dicha cautiva, bajo el compromiso de que dentro del plazo de tres meses se le llevarían los 800 animales restantes, pero una vez que los parientes de la cautiva la tuvieron a ésta en su poder, no le mandaron ningún animal más.

Me dijo también mi padre que desde que comenzaron a llegar las primeras remesas de indios reducidos y cautivos redimidos había hecho toda clase de averiguaciones para ver si yo había sido rescatado, sin haber conseguido ninguna noticia de mi existencia; que cuando llegó al Rosario el Coronel Don Marcelino Freyre, enfermo, a quien él conocía, lo fue a ver pero por el estado grave en que se encontraba no se lo dejaron hablar, hasta que falleció a los pocos días dicho jefe y éste era precisamente el que me había redimido en su última expedición, pues yo estaba todavía en Guaminí cuando dejó de existir el malogrado Coronel Freyre.


FIN



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Dos palabras del autor

Por carecer de la preparación necesaria para haber redactado con la corrección debida las presentes narraciones, pídoles a mis pequeños lectores, quieran servirse tener indulgencia con los errores que pudieran encontrar en las mismas.

L.Deus



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Parte IV/IV






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